Presente lo tengo Yo
Tenía una rara costumbre aquel don Chalo: cada año estrenaba una cobija.
No decía él “cobija”. Tampoco decía “frazada”. Decía “frezada”, que es
muy antigua forma de decir, y muy castiza. Los sabios —que casi nunca lo
son tanto— sonríen con burla cuando oyen a nuestros campesinos decir
“ansina” en vez de “así”. Ignoran esos eruditos que el tal voquible es
registrado por la Academia como “adverbio de modo, antiguo”, pero
correcto, aunque pertenezca al lenguaje rústico.
Se compraba cada
año, pues, don Chalo una frazada nueva. Esa costumbre de estrenar es muy
mexicana. De ella derivan sabrosas costumbres y expresiones nuestras,
como esa de “dar el remojo”, que consistía en pedir un pequeño regalo a
quien estrenaba algo.
-¡Ah! Traes zapatos nuevos. ¡Dame el remojo!
Según
he averiguado, la expresión nació en Oaxaca con motivo de esa preciosa
fiesta que se llama Guelaguetza, nombre que significa “regalo” u
“ofrenda”. Generalmente llueve el día en que ese gran festejo se
celebra. Quienes a ella iban acostumbraban siempre —acostumbran todavía—
estrenar algo en ese día, y como la lluvia los mojaba relacionaron la
idea del estreno con la del remojo.
En Saltillo, recuerdo, había la costumbre de estrenar algo al término de la cuaresma. Estrenar cualquier cosa, pues los tiempos no eran muy holgados y todos vivíamos —con excepción de media docena de familias ricas— en una pobreza digna, tan digna que ni siquiera la advertíamos: éramos pobres, pero éramos ricos porque no sabíamos que éramos pobres. Las señoras estrenaban un chal en la misa del Domingo de Resurrección; los señores estrenaban sombrero, prenda entonces obligatoria en el atuendo masculino; los niños estrenábamos zapatos, y andábamos felices como niño con zapatos nuevos.
Así escribió López Velarde, que es el poeta a quien más amo, entre otras razones porque es el poeta que amó más.
Pues bien: guardadas todas las proporciones con la bella imagen del zacatecano, todo el pueblo donde vivía don Chalo se llenaba con el aroma del estreno de aquella frazada hecha con lana de borrego criollo, y que por tanto olía a borrego —y a borrega— desde lejos. Con ese material, con lana, se hacían entonces las prendas de abrigo. ¿Quedará alguien todavía que recuerde que cuando una chaqueta estaba guarnecida interiormente por una capa de lana, a ese forro se le llamaba “borrega”?
-Ponte la borrega —nos decían nuestras mamás en los días de mayor frío saltillero.
Supongo que todos andaríamos oliendo a chivo verriondo. Así olían también aquellas cobijas “de lana y lana” salidas de los telares del barrio —bravísimo barrio— del Águila de Oro.
Cuando compraba su frazada nueva aquel don Chalo hacía de la ocasión una solemnidad. Miraba y remiraba todas las que la tienda tenía en existencia; las pesaba y sopesaba; hacía que se las extendieran todas, y las revisaba con ojos de minucioso revisor. Ni el más grande especialista en control de calidad —esos del ISO 9000 ó 10000 ó 15000— ponen tanto cuidado en la inspección de un producto como ponía don Chalo en revisar su “frezada” antes de adquirirla.
Pero otra cosa hacía don Chalo.
(Continuará mañana).
En Saltillo, recuerdo, había la costumbre de estrenar algo al término de la cuaresma. Estrenar cualquier cosa, pues los tiempos no eran muy holgados y todos vivíamos —con excepción de media docena de familias ricas— en una pobreza digna, tan digna que ni siquiera la advertíamos: éramos pobres, pero éramos ricos porque no sabíamos que éramos pobres. Las señoras estrenaban un chal en la misa del Domingo de Resurrección; los señores estrenaban sombrero, prenda entonces obligatoria en el atuendo masculino; los niños estrenábamos zapatos, y andábamos felices como niño con zapatos nuevos.
Así escribió López Velarde, que es el poeta a quien más amo, entre otras razones porque es el poeta que amó más.
Pues bien: guardadas todas las proporciones con la bella imagen del zacatecano, todo el pueblo donde vivía don Chalo se llenaba con el aroma del estreno de aquella frazada hecha con lana de borrego criollo, y que por tanto olía a borrego —y a borrega— desde lejos. Con ese material, con lana, se hacían entonces las prendas de abrigo. ¿Quedará alguien todavía que recuerde que cuando una chaqueta estaba guarnecida interiormente por una capa de lana, a ese forro se le llamaba “borrega”?
-Ponte la borrega —nos decían nuestras mamás en los días de mayor frío saltillero.
Supongo que todos andaríamos oliendo a chivo verriondo. Así olían también aquellas cobijas “de lana y lana” salidas de los telares del barrio —bravísimo barrio— del Águila de Oro.
Cuando compraba su frazada nueva aquel don Chalo hacía de la ocasión una solemnidad. Miraba y remiraba todas las que la tienda tenía en existencia; las pesaba y sopesaba; hacía que se las extendieran todas, y las revisaba con ojos de minucioso revisor. Ni el más grande especialista en control de calidad —esos del ISO 9000 ó 10000 ó 15000— ponen tanto cuidado en la inspección de un producto como ponía don Chalo en revisar su “frezada” antes de adquirirla.
Pero otra cosa hacía don Chalo.
(Continuará mañana).
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