domingo, 29 de marzo de 2009

La mujer que parió a 25

Presente lo tengo Yo

La Revolución lo que más dio fue anécdotas. Quizá no rindió todos los frutos que los hombres que hicieron la Revolución esperaban de ella, pero anécdotas dio muchas. Quizá no todas sean verdaderas, pero ésta que cuento ahora sí lo es.

Una muy importante victoria militar acababa de conseguir el general Pablo González.

Fatigado, llegó con sus hombres a un pequeño pueblo de Nuevo León. Quería descansar unos minutos, dar agua a los caballos y seguir luego con rumbo a Estación Leal, donde se hallaba un fuerte destacamento federal.

Iba por la calle principal cuando una mujer morena, de mediana edad y gordezuela, comenzó a gritarle desde la acera mientras seguía el paso de la cabalgadura que montaba el general:

-¡Don Pablo! ¡Don Pablo!

No la escuchaba él, de modo que llegó la mujer al edificio de la Presidencia Municipal, donde estaba ya Pablo González:

-¡Señor! —le dijo poniendo ansias y angustias en su voz—. Sus hombres hicieron prisioneros a veinticinco inditos yaquis. Ahí los tienen, general, en el paredón, y ya los van a fusilar.

Pobrecitos, general, los federales los cogieron en la leva. No hablan español, y las botas las traen colgadas del pescuezo, porque ni las saben usar.

¡Sálvelos, señor, que no los vayan a matar!

El general ordenó que trajeran a su presencia a aquellos hombres.

Tan pronto los vio supo que no eran indios yaquis, y mejor lo supo cuando oyó a la mujer que les decía en baja voz:

-Háganse chaparros, tarugos, y no hablen nada, para que el general crea que son yaquis.

Se sonrió el general. Aquellos no eran yaquis, naturalmente. Pero eran pobres todos, infelices que fueron arrancados de sus parcelas por los federales y obligados a combatir por algo que ignoraban.

Así, el general González ordenó:

-No fusilen a estos hombres. Mándenlos a la retaguardia y que ahí los traigan cortando leña y cuidando a los caballos hasta que sepamos a qué atenernos con ellos.

Cuando el general González salió del pueblo una hora después, la mujer lo seguía cogida del estribo al tiempo que le decía jubilosa:

-¡Dios lo bendiga, general! ¡Es usted muy bueno!

-Dios te bentiga a ti —le respondió el general a la mujer—. Acabas de parir a veinticinco mexicanos.

Y se alejó al frente de sus hombres.

En las últimas casas del pueblo quedaba la mujer, haciendo la señal de la cruz con la mano extendida en una fervorosa bendición.

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