domingo, 8 de marzo de 2009

Las naranjas de doña Inés (II)

Presente lo tengo Yo

Ya les tengo dicho a mis editores que por favor, por lo que más quieran, por vidita suya, por caridad de Dios, cuando yo use números romanos pongan números romanos. Mis súplicas, sin embargo, se pierden en la nada, como la sombra de la mamá de Acuña, y los números arábigos de nuevo vuelven en mi alma a aparecer. Es cosa de diseño, me dicen. Como yo no sé nada de diseño tengo que aceptar lo que no acepta la Academia, que se usen números arábigos cuando se deben usar cifras romanas. Pero en fin, me resigno. Además he de reconocer que los guarismos arábigos, de líneas curvas y sinuosas, son más hermosos y elegantes que los números romanos, sin imaginación, rectos y estólidos como quienes los inventaron. Es más lindo el signo “5” que la grafía “V”. Únicamente a Churchill le gustaba más la V.

En mi caso la cuestión tiene sus implicaciones. Hoy, por ejemplo, escribí el nombre de este artículo en la siguiente forma: “Las naranjas de doña Inés (II)”. Pero quizá los diseñadores me enmendarán la plana y el título aparecerá de esta manera: “Las naranjas de doña Inés (2)”. En vez de indicar que se trata de la segunda parte de un texto, el encabezado parecerá decir que las naranjas de doña Inés eran precisamente dos, y eso se prestará a equívocos malintencionados de los cuales no me hago responsable.

Pero volvamos a mi cuento. Doña Inés, señora de Arteaga, le decía a su esposo, el gendarme don Panchito, que no le guardaría luto si se moría antes que ella. La trataba muy mal, de modo que cuando él pasara a mejor vida ella también a mejor vida iba a pasar. Tan grande satisfacción le causaría la muerte de su marido, le repetía una y otra vez, que el mismísimo día del entierro, tras regresar del panteón, se pondría un vestido amarillo y se sentaría afuera de su casa, en la banqueta, a comerse real y medio de naranjas, nomás del puro gusto de verse libre ya.

El tal don Panchito se burlaba de la amenaza de su esposa. Pero un día enfermó. Tan mal se puso que hasta tuvieron que llamar a un médico de Saltillo a fin de que lo reconociera.

Lo reconoció, en efecto, aquel facultativo. Le dijo: “Usted es don Panchito el gendarme ¿verdad?”. Luego de reconocerlo así le recetó un vomipurgante revulsivo. Cobró sus honorarios y se despidió. Ya en la puerta le dijo a doña Inés:

-Surta inmediatamente la receta. El señor está grave.

Lo dijo en alta voz, sin tomar en cuenta que lo podía oír el enfermito. Lo oyó don Pancho, claro, y un trasudor de angustia le perló la frente. Regresó doña Inés a la recámara, y presurosa tomó su chal y el monedero.

-¿A dónde vas, Inesita? —le preguntó con débil voz don Pancho—. ¿A la botica, a comprar la medecina?

-No —respondió ella—. Voy al tendajo de la esquina, a comprar las naranjas.

No se murió don Pancho. El vomipurgante le hizo notable efecto por los dos extremos, y así rechazó el mal. El trance, sin embargo, le sirvió para saber que su señora iba a alegrarse con su muerte, en vez de entristecerse. Y su gozo, pensó, sería justificado. La había tratado muy mal, ahora se daba cuenta. Le prometió que cambiaría. Y, en efecto cambió.

Se volvió modelo de buen esposo, amante y tierno. Y esa nueva felicidad doméstica empezó cuando los dos, en armonía perfecta, se comieron las naranjas, que eran mucho más que 2. (No II).

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