Presente lo tengo Yo
Conocí a John Brunetti en la Universidad Interamericana de Cuquita
Galindo. Él era titular de la cátedra de Filología Hispánica en la
Universidad de Chicago. Yo acababa de terminar la prepa en el Ateneo.
Pero el doctor Brunetti era mi alumno, y yo su maestro. Así eran las
cosas en la Universidad Interamericana de Cuquita Galindo.
Hicimos buena amistad. Él hablaba un excelente español.
Lo hablaba con un acento ronco, casi amenazante, porque lo había aprendido viendo películas mexicanas, y entonces su hablar tenía tonos indios: del Indio Fernández y el Indio Bedoya. Buena persona John Brunetti, que cuando te preguntaba: “¿Cómo estás?” se sentía obligado a fruncir el ceño y levantar la ceja al modo de Pedro Armendáriz, por pensar que así se debía hablar el español.
En 1967 yo estudiaba en la Universidad
de Indiana. John me invitó a pasar la Navidad con su familia. Fui, y
para celebrar mi llegada me llevó directamente del aeropuerto al bar de
“The Palmer House”, el hotel de mayor tradición en Chicago. No sé si le
faltamos al respeto a esa tradición, el caso es que nos pusimos una
borrachera de órdago.
Al día siguiente de la noche anterior le dije:
-Lástima que no estemos en
-Espera un poco —respondió.
Fue
a la cocina, y regresó poco después con un humeante plato de
sabrosísimo menudo que me supo a gloria. Le pregunté, asombrado:
-¿De dónde lo sacaste?
Me llevó a la cocina, y me mostró la despensa. Todo un anaquel estaba lleno con latas de productos Alanís. Me dijo:
-Cada vez que voy a México paso por Saltillo y me traigo un veliz lleno de estas latas. Así no extraño la comida mexicana.
Muchas
cosas buenas hizo don Francisco Alanís a lo largo de su vida. Dio a
Saltillo uno de sus mayores orgullos, el de las viandas sabrosísimas que
nos dio a gozar, y que tenían fama en todas partes.
Fue don Paco
—¿alguien lo habrá dicho?— un excelente cerrajero. Hacía una llave con
la cual podía abrirse cualquier puerta. Esa llave maestra es el
riquísimo chicharrón de aldilla, espléndida gala de gula que sólo aquí
se hace, y cuyo sabor mirífico basta para volver propicia la más áspera y
rigurosa voluntad. Alguna vez hube de ver a un funcionario de la Ciudad
de México.
Tenía ese señor fama de intratable, de hosco.
-Llévale
una caja de chicharrón de aldilla de Alanís —me aconsejó mi tocayo
Armando Castilla—. Si lo prueba no sólo volverá a recibirte cuantas
veces quieras: él te llamará.
Así pasó, en efecto. En adelante
cuantas veces fui a ver al dicho señor me recibía de inmediato, y antes
de saludarme veía con disimulo si llevaba yo el obsequio. Terminada la
entrevista —siempre provechosa—, me despedía amablemente, y me decía:
-Vuelva pronto. Y no se le olvide mi cajita.
Extrañaremos
la gentileza, el señorío, la extraordinaria calidad humana de don
Francisco Alanís. Envío a su señora esposa, a sus hijos y nietos, a toda
su familia, la expresión de mi sentimiento por esta pérdida que es de
ellos, sí, pero que es también de Saltillo, la ciudad a la que don Paco
enriqueció con su vida, con su trabajo, con su ejemplo.
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