Presente lo tengo Yo
Esta casa no es una casa. Es un burdel. Las mujeres que en ella viven
no pueden salir a la calle, pues son escándalo de las demás mujeres y
ponen malos deseos en los hombres. La rara vez que salen —con el permiso
del preboste— deben llevar un vestido amarillo, y caminar con la cabeza
baja, sin mirar a nadie. Son rameras, y ser ramera es algo como ser
leprosa.
A este burdel no vienen señores principales. Ellos tienen
sus criadas, o las mujeres de sus campos, para gozar sobradamente los
placeres que sus esposas les regatean porque les han dicho que hacer eso
es pecado: sólo deben ceder a los deseos de sus maridos para quedar
preñadas. A la mancebía llegan hombres de poco ver y de menor haber.
Ahorran trabajosamente, céntimo a céntimo, hasta juntar el precio que
las mujeres cobran por su cuerpo, y cuando están con ellas se muestran
tímidos y cortos. Les dicen “señoras”. Las mujeres ríen a carcajadas al
oírse llamar así.
Entre las rameras hay una que no parece ramera.
Las demás son toscas y rudas; ella tiene modales de dama principal.
Todas son feas; ella posee cierta hermosura que aquella mala vida no ha
alcanzado a ajar. Las otras tienen la piel oscura: son campesinas que
vivieron antes una vida de labores bajo el sol. Ella muestra tez blanca y
cabellera rubia. Por eso le dicen Magdalena, porque tiene la misma
traza de esa santa pecadora.
Un día las prostitutas, y su dueño y
guardador, se sobresaltan al ver que frente a la puerta de la casa se ha
detenido un jinete que monta un brioso corcel. El hombre es guapo. A
las claras se ve que es también rico, y noble. Entra y le pide al rufián
que le muestre a las mujeres que ahí tiene. Todas vienen, y el
visitante dice:
-Quiero a ésa.
Es Magdalena. Con ella va a un cuarto de la casa. Cierra la puerta y dice a la muchacha:
-No
estoy aquí por mí. Vengo porque mi rey te ama, y quiere que vayas con
él. Yo soy el encargado de llevarte. Si vienes conmigo, mi soberano te
dará su reino.
La muchacha, alelada, apenas alcanza a mover la
cabeza para decir que sí. Sale con ella el noble hidalgo, le arroja al
dueño una bolsa con monedas y le dice:
-Me la llevo.
Todo un
día cabalgan y una noche. Ahora van por un bosque. El jinete detiene su
caballo, se apea de él y ayuda a bajar a la muchacha. Le dice:
-¿No me conoces? Soy Kidunaia, tu tío.
Y
le cuenta la historia. Ha sabido que el hombre con el que huyó la
vendió a la mancebía después de deshonrarla. Al punto él abandonó su
cueva. Consiguió con sus amigos de la juventud ropas, dineros y caballo,
y fue a buscarla.
-Lo que te dije en el burdel es cierto —añade—.
Mi rey te ama, y quiere que vayas con él.
Mi rey es Nuestro Padre Dios,
y me mandó traerte. Si vienes conmigo te dará su reino.
La
muchacha rompe en llanto y se echa a los pies de su tío para pedir
perdón. A partir de ese día se entrega a la penitencia y la oración.
Funda un cenobio en el que van a buscar paz otras mujeres como ella.
Kidunaia
vuelve a su vida de ermitaño. Otra vez viste túrdigas y harapos; se
alimenta con mendrugos que le dan. Cuando muere, una bandada de palomas
blancas que nunca nadie ha visto alza el vuelo entre los árboles del
bosque. Las buenas gentes de la aldea dicen que las palomas llevan en
sus picos el alma del anacoreta, para elevarla al cielo.
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