miércoles, 4 de marzo de 2009

Las dos mitades (III)

Presente lo tengo Yo

Compraba don Chalo una cobija nueva cada año. La compraba tan pronto llegaban los fríos del invierno y la vendía en primavera, cuyos heraldos eran las golondrinas que hacían acrobacias en torno de la cruz del templo parroquial.

Nunca faltaba don Chalo a su costumbre de estrenar frazada nueva cada año. Primero habrían faltado las golondrinas, tan puntuales ellas como las de Capistrano. Aquel otoño, como siempre, don Chalo compró su cobija nueva. Salió con ella de la tienda; la llevaba orgulloso bajo el brazo. Atravesó la plaza, y luego fue por la calle principal. A todos saludaba, y a todos les decía cuando le preguntaban cómo estaba:

-Aquí, con esta cobijita que acabo de comprar.

Muy buena le salió la frazada, calentita y nada picosa, como las de antes, que parecían silicio por lo áspero de la mal cardada lana. Ésta era como de terciopelo o seda; se sentía como una caricia. Hizo que don Chalo recordara a... Bueno: hizo que don Chalo recordara.

Pasó todo el otoño, y transcurrió el invierno. Un buen día de claro cielo, viento tibio y amable sol llegaron las golondrinas. Don Chalo salía de misa de 8 cuando las vio volar sobre la plaza, piando como para informar al pueblo que ya estaban ahí. Ésa era la señal para vender su cobija.

Fue a su casa; dobló cuidadosamente la frazada y se dirigió al mercado para ofrecerla a sus amigos locatarios. Todos la querían —estaba muy buena, declaraban tras de tocarla y retocarla—, pero ninguno tenía dinero “de momento”. Fue don Chalo a la plaza, y tampoco ahí le encontró cliente a la cobija. Pero en la terminal de autobuses un viajero se interesó en ella, y preguntó cuánto costaba. Como el hombre iba de paso don Chalo no se la ofreció a mitad de precio, como hacía siempre, sino un poco más carita de lo que le había costado a él. El viajero la compró. Bendito sea Dios, que a nadie desampara. Si acaso —a veces— a los que compran cobijas en la terminal de autobuses.

Pero no hay bien que por mal no venga. A la semana de la venta llegó una súbita onda fría. Los días se pusieron más gélidos que los peores del invierno. Y don Chalo ya no tenía cobija. El dinero que obtuvo por la venta de su frazada lo había gastado en la compra de un catre nuevo, pues el que tenía ya estaba todo derrengado. Ahora don Chalo tenía, para taparse por la noche, tan sólo una raída sábana más transparente que tela de cebolla. Temblaba como azogado el infeliz, y no podía conciliar el sueño.

Cierto día lo visitó su hermano, y lo encontró tendido sobre el catre, agarrotado por el frío, en posición fetal, cubierto sólo por la menguada sábana.

-¿Qué no tienes cobija? —le preguntó, extrañado.

-Me engañaron las méndigas golondrinas, y la vendí —contestó mohíno don Chalo dando diente con diente—. Creí que ya no la necesitaba.

Su hermano lo vio como estaba, con las piernas dobladas y las rodillas tocándole la punta de la barba, y le hizo una valiosa sugerencia:

-¿Por qué no vendes también la mitad del catre? Tampoco la estás necesitando.

De este largo relato saco una moraleja corta, que derivo de un dicho que tienen los rancheros. Dicen ellos: “En el verano ten preparada la cobija. En el invierno tú sabrás”. Eso quiere decir que siempre debemos estar apercibidos para hacer frente a las eventualidades de la vida. La vida, la caprichosa vida —eso lo dijo Agustín Lara— suele tener súbitas veleidades, y más en tiempos de recesión como éstos. La prudencia es entonces virtud muy necesaria. No la ejerció don Chalo. Se dejó engañar por el vuelo de las golondrinas, que son aves románticas y lindas, pero que no sirven de mucho cuando se trata de predecir el tiempo.

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