Presente lo tengo Yo
Ahora que murió Taurus do Brasil, gran hipnotizador —sólo a la muerte
no pudo hipnotizar—, recordé a otros hipnotizadores que Saltillo
conoció.
El más antiguo fue un tal Fassman. Se hacía llamar “El
Hombre Demonio”. Salía a escena todo de negro hasta los pies vestido,
con una capa de seda roja en forma de alas de murciélago que ciertamente
le daba traza demoniaca. Decía que no era hipnotizador. Eso del
hipnotismo lo dejaba para los charlatanes. Él era “mesmerizador”; seguía
las enseñanzas de su maestro Mesmer, cuyo nombre decía con la unción
con que un creyente pronuncia el santo nombre del Señor. Ahora sé que
este Mesmer —Friedrich Anton— fue un médico vienés. Amigo de músicos,
trató de cerca a Gluck, y en su casa se estrenó la ópera “Bastián y
Bastiana”, de Mozart.
Mesmer enseñaba que todas las cosas del
universo están sujetas a un orden derivado de la atracción que los
astros ejercen unos sobre otros. Llamó a esa fuerza “magnetismo”, y
estudió los efectos que tiene en los humanos. Sus colegas lo expulsaron
de Viena, y fue a dar a París. Ahí presentó sus experimentos ante una
especie de jurado cuyos miembros lo descalificaron y dieron a entender
que el hombre estaba loco. De ese sínodo formaban parte Lavoisier,
Benjamin Franklin y el doctor Jospeh Guillotin, inventor del instrumento
de muerte que llevó su nombre.
Cuando Fassman se presentó en el
Cine Royal hipnotizó —perdón: mesmerizó— a un individuo al que hizo
llorar con llanto de bebé. Un tipo del público gritó: “¡Es palero!”. “El
Hombre Demonio” fijó en él la mirada, y luego le ordenó que subiera al
escenario. El hombre obedeció con pasos de sonámbulo. Fassman le dijo
que el bebé estaba llorando porque tenía hambre, y que él era su mamá.
Entonces el tipo se desabrochó la camisa, se sacó un pecho y empezó a
amamantar al que creía su hijo.
Otro hipnotizador que vino fue el
Profesor Alba. Éste actuó en el Cine Saltillo, antes llamado Teatro
Obrero. Hipnotizó a tres señores del público, entre ellos un doctor muy
conocido. Les dijo que estaban en una cantina, y les preguntó: “¿Qué
quieren?”. Contestó el primero: “Un whisky”.
Pidió el segundo: “Una
cerveza”. “¿Y usted? —le preguntó el hipnotizador al tercero—. ¿Qué
quiere?”. Como entre sueños respondió aquel doctor muy conocido: “Quiero
ser Presidente Municipal”.
Era yo director del Ateneo Fuente, y
pensé que Taurus do Brasil podía enseñarles algo a los muchachos acerca
de las infinitas posibilidades de la mente. Le pedí que diera en el
Paraninfo una función. A ella asistió una maestra ya de cierta edad.
Señorita de las de antes, parecía monja por los severos vestidos que
acostumbraba usar. Hablaba siempre en voz baja, y con los ojos puestos
en el suelo. Era la imagen viva de la modestia, el recato y la virtud.
No
tardó en caer la señorita bajo el influjo hipnótico de Taurus. La hizo
él subir al foro con un pequeño grupo de muchachas y muchachos. Les dijo
que se hallaban en una fiesta, y que todos estaban bebiendo cubas
libres. “¿Cómo se sienten?” —les preguntó—. Dijo una muchachita: “Estoy
feliz”. Dijo un muchacho: “Estoy retecontento”. Y dijo la maestra: “¡Yo
ya ando bien peda!”.
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