sábado, 7 de marzo de 2009

Las naranjas de doña Inés

Presente lo tengo Yo

El Municipo es ente muy cercano. Tiene cuerpo. Lo vemos. En tiempos lejanísimos —y tan cercanos-— de la juventud miré en “El Triste”, que así se llamaba el barrio malo de Saltillo, a dos borrachitos en pedencia. Perdón: quise decir en pendencia. Llegaban ya a las manos cuando acudió un gendarme, reconocible sólo por el quepí grasiento que le tapaba no a medias, sino a dieciseisavos, la hirsuta cabellera de nunca domado chichimeca.

-¡Cuidado! —advirtió alguien a los rijosos—. ¡A’i viene el Municipio!

Un poco más lejano tenemos al Estado, pero lo sentimos también cosa terrena. En tratándose de la Federación, sin embargo, ella es para nosotros entelequia, inaccesible ser sin cuerpo ni alma, ectoplasma ominoso más alejado de nosotros que los principados, potestades, tronos y dominaciones de la remota Corte Celestial.

Don Francisco Morales era el guardián del orden público en Arteaga. Entonces no había mucho que guardar: el vecindario era pacífico de suyo, y el único gendarme de la Villa servía sólo de amigable advertencia y símbolo del poder municipal. Su más notorio despliegue de violencia acontecía una vez al año, y consistía en varios tiros de su pistola disparados al aire, con miedo de los chiquillos y soponcio de niñas casaderas, en la ceremonia del Grito de la Independencia.

Este don Panchito se había casado con una mujer muy recia, doña Inés, a la que no asustaban los bigotes fieros de su consorte, ni su pistola. De igual a igual sostenía con él épicas reyertas conyugales, en aquel tiempo en que las esposas eran como sumisas hijas del marido, al que llamaban “mi señor”. No así aquella tremenda doña Inés. Desde la partición del agua hasta el estanque de La Cruz se oían sus grandes voces y dicterios, mayores aún y más sonoros que los de don Francisco. Sí él le decía cabra ella le aumentaba el tamaño. Si él le levantaba una mano ella le alzaba dos. Se adelantó a la liberación femenina doña Inés.

Un malhadado día su esposo le dio un empellón en la cocina. Como respuesta doña Inesita le quebró en la cabeza un gran comal de barro y luego le echó el quepí al fogón, con lo cual la prenda quedó sollamada y llena de tizne. Así trajo ya don Pancho para siempre su quepí, pues no había en el erario público presupuesto para otro.

Como remate de cada pleito conyugal doña Inés le decía a su esposo unas palabras, las mismas siempre:

-Mira, Pancho: cuando te mueras ni creas que te voy a guardar luto. Me voy a poner un vestido amarillo y me voy a sentar en la puerta de la casa a comerme real y medio de naranjas. Y no me voy a meter hasta que me las acabe.

Real y medio de naranjas, lo digo aquí para debida constancia, era un huacal bastante grande.

Sucedió una vez... Pero se me acabó el espacio, y este famoso pleito entre Arteaga y la Federación requiere mucho.

Hasta mañana, si Dios nos da licencia.

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