De politica y cosas peores
El tema era el sexo. Llegó la etapa final del concurso televisivo. En
la última pregunta el concursante podía llevar un asesor, e invitó como
experto a un famoso tenorio conocido por sus hazañas de lubricidad. El
conductor del programa hizo la pregunta definitiva: “Si va usted a pasar
una noche de amor con una hermosa mujer, ¿en qué tres partes del cuerpo
la besaría primero?”. Respondió el participante: “Primero en los
labios, por supuesto... Luego en el cuello…”. Se detuvo con vacilación.
Le indica el maestro de ceremonias: “Sus dos primeras respuestas han
sido correctas. Ahora, por los 64 mil pesos, díganos: ¿cuál sería la
tercera parte que le besaría usted a esa mujer?”. El concursante,
dudoso, se volvió hacia su asesor. “A mí no me preguntes, chico —le dice
éste lleno de confusión—. Yo equivoqué las dos primeras respuestas”…
Don Martiriano, el abnegado marido de doña Jodoncia, fue con el médico
de la familia. “Doctor —le dijo—, mi esposa tiene una tremenda
laringitis que le impide absolutamente hablar. ¿Puede darle algo que la
cure, digamos, en unos dos meses?”…
La monjita joven le preguntó a Sor
Bette, la abadesa del convento: “Reverenda madre: ¿cree usted que alguna
vez Su Santidad permitirá que las monjas nos casemos?”. Respondió Sor
Bette sin dudar: “Estoy segura de que algún día ella lo permitirá”…
El
paciente le reclamó, enojado, al otorrinolaringólogo: “Doctor: me está
cobrando usted mil pesos, y lo único que hizo fue aplicarme en la
garganta unas pinceladas de violeta de genciana”. “¿Y qué quería que le
pintara?” —contesta el otorrino—. ¿Una réplica de la Capilla Sixtina?”…
Consejo para un empleado de oficina: “No menosprecies tus capacidades.
Eso déjaselo a tu jefe”…
Hoy la tierra y los cielos me sonríen. Hoy
llega al fondo de mi alma el sol. Me invade ese inefable sentimiento,
fugitivo y frágil, al que se da el nombre de felicidad. Tan dichoso me
siento que hasta sería capaz de realizar alguna buena acción, y de
perdonar incluso a mi mayor amigo. Sé bien que la felicidad no es algo
que se experimenta hoy, sino algo que se recordará mañana. Pero tengo la
fortuna de no ser filósofo, pues la filosofía hace imposible la
felicidad, y entonces hoy me siento absurdamente, irracionalmente,
insensatamente, inexplicablemente feliz.
Nada me duele, ni en el
cuerpo ni en el alma; estoy poseso de cumplido amor, y la señora vida me
envuelve en sus cálidos brazos de mujer. Súbitamente, sin embargo,
surge en mí una pregunta que me arrebata el contento y hace que la
felicidad huya de mí. La pregunta es ésta: ¿se acogerá Florence Cassez a
los beneficios de la recién aprobada Ley de Víctimas (también llamada
Ley Sicilia-Peña Nieto), y exigirá al Gobierno y al pueblo de México una
compensación económica por los daños que sufrió en su injusto e ilegal
encarcelamiento? Es pregunta…
Don Languidio, señor de edad madura, casó
con Pomponona, mujer en flor de edad y rica en atributos fiosiocráticos.
Un día la frondosa fémina le dijo a su senescente cónyuge: “Subamos al
segundo piso y hagamos el amor”. Respondió con feble voz el cuculmeque
esposo: “Escoge una de las dos cosas, linda. No puedo hacer las dos”.
¡Ah, don Languidio, infeliz escolimado! ¡Si bebieras aunque fuese un
centilitro de las miríficas aguas de Saltillo no sólo podrías subir con
paso firme al piso segundo de tu casa, sino serías capaz también de
ascender con andadura vigorosa por la escalera de peldaños los 300
metros con 66 centímetros que mide de alto la famosa Torre Eiffel (sin
contar la antena). Luego de bajar —igualmente a pie— aún te quedarían
fuerzas para llevar a Pomponona al Hotel Trocadero, que está cerca, y
hacer en ella tan magnífica obra de varón que la dejarías exhausta y
agotada sobre el lecho, con una vaga sonrisa entre los labios, perdida
la mirada y fumando un cigarrillo turco en su boquilla de carey. Proeza
parecida consumó don Feblicio, señor que cuenta tus mismos almanaques:
casó también con mujer joven, y la noche de bodas, tras beber aquella
linfa taumaturga —las miríficas aguas de Saltillo—, colocó sobre el
tálamo nupcial uno de esos artilugios con que se lleva el registro de
los tantos en el juego de carambolas, y todos los anotó, con lo cual
dejó a su desposada ahíta de pasión. Y eso que don Feblicio mide sólo 1
metro 42 centímetros de alto (sin contar la antena)…
FIN.