De politica y cosas peores
Doña Clorilia presentó una demanda contra su vecino Don Chinguetas. La
había llamado con la palabra de las cuatro letras. El juez sentenció al
acusado: “Por esa injuria deberá usted pagar una multa de 500 pesos”.
“¿Significa eso -preguntó con enojo don Chinguetas- que no puedo decirle
‘p...’ a doña Clorilia?”. “En efecto —confirmó el juzgador—. No puede
usted decirle eso”. Inquiere don Chinguetas: “Y ¿puedo decirle ‘doña
Clorilia’ a una p...?”. El juez duda, pero responde luego: “No creo que
sea delito llamar ‘doña Clorilia’ a una mujer de ésas”. “Muy bien”
-acepta don Chinguetas. Y volviéndose a la mujer le dice: “Adiós, doña
Clorilia”...
Una señora consultó a un ginecólogo: “Doctor, mi hija tiene
una enfermedad venérea, y dice que la contrajo en un inodoro público.
¿Es posible eso?”. Contesta el facultativo: “Sí es posible, señora, pero
a condición de que su hija se haya sentado, y que el hombre que estuvo
antes en el inodoro haya permanecido en él”...
Las palabras tienen
extrañas resonancias que nos hacen pensar. Yo suelo pensar poco, por eso
no había reparado en el hecho de que en inglés la palabra “arm”
significa “brazo”, pero significa también “arma”. Es como si el brazo
fuera un arma, y como si el arma fuera un tercer brazo. Para un
norteamericano, en efecto, las armas de fuego son tan naturales como su
propio cuerpo. Forman parte de su herencia cultural, de sus tradiciones y
folclor. También son parte de su libertad. Por eso nuestros vecinos
pueden comprar armas casi con la misma facilidad con que aquí compramos
una lechuga o un pan. Tienen asociaciones —la NRA entre otras—
encargadas de defender el derecho de los ciudadanos a poseer un arma.
Charlton Heston puso más empeño en luchar por esa garantía que en ganar
la carrera de “Ben-Hur”. Muchas de las armas que en Estados Unidos se
venden y se compran vienen a parar a México. Nuestro gobierno pone el
grito en el cielo, en la tierra y en todo lugar, y pide a los
norteamericanos que restrinjan la venta de esas armas. Supina majadería
es ésa. Plantear tal pedimento nos expone a que los vecinos nos
pregunten, con razón, por qué no las detenemos en nuestra frontera, cuya
mayúscula corrupción no sólo deja pasar esas mortales armas, sino
también dejaría pasar el Gran Cañón del Colorado si alguien hallara el
modo de traerlo. Antes que pretender corregirles la plana a los vecinos
enmendemos nosotros nuestros propios yerros...
Pepito estudiaba en una
escuela del antiguo y tradicional barrio El Gato Rojo. Llegó un nuevo
maestro, y para congraciarse con los niños les dijo que era fanático de
los Gatos Rojos, el equipo de futbol cuyo estadio se hallaba en aquel
barrio. “¡Levanten la mano —pidió el mentor con sonorosa voz— todos los
que sean hinchas de los Gatos Rojos!”. Todos los niños levantaron la
mano llenos de entusiasmo, menos Pepito. “¿Tú no eres de los Gatos
Rojos?” -preguntó con asombro el profesor. “No —respondió Pepito—. Yo
voy con los Panteras Negras”. “¿Por qué? -se molestó el maestro. Explica
el chiquillo: “Mi abuelo fue fanático de los Panteras Negras, y mi
abuela también. Mi padre es fanático de los Panteras Negras, y mi mamá
también. Por eso yo soy fanático de los Panteras Negras”. “Eso que dices
no justifica nada —se amosca el profesor—. Si tu abuelo fuera un
borracho y tu abuela una drogadicta; si tu padre fuera un ladrón y tu
mamá una mujer de mala vida ¿acaso tú serías un ebrio drogadicto, un
ratero, un hombre de mal vivir?”. “No —responde Pepito con una sonrisa—.
Sería un hincha de los Gatos Rojos”...
Contaba una señora: “Mi marido
es fanático del futbol. Cuando tiene un orgasmo grita: ‘¡Goool!’”. Y
dice otra: “Mi marido es todavía más fanático. Cuando su equipo anota un
gol tiene un orgasmo”...
FIN.
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