De politica y cosas peores
En medio de esta crisis agobiante nadie recuerda ya los tiempos en que
nuestra moneda estaba firme y la inflación era controlada. No es
políticamente correcto hablar bien de Díaz Ordaz —las izquierdas lo
tienen condenado a pena eterna—, pero yo no hablo mal de él, pues lo
políticamente correcto me ha parecido siempre muy incorrecto. A Díaz
Ordaz las circunstancias le fueron desfavorables. Asumió su
responsabilidad, aunque las culpas fueron de otros más que de él mismo, y
tuvo el patriotismo de poner por encima de su imagen lo que él creyó el
bien de la Nación. Bajo su Presidencia vivimos una estabilidad
económica que contrastó con la inestabilidad política que a fines de los
años sesentas se vivió en el mundo, y que en México llegó hasta la
tragedia. Después de Díaz Ordaz se instauró el caos. Seguimos sufriendo
todavía los efectos de aquella tristemente célebre “docena trágica”,
cuando la demagogia y la frivolidad hicieron tanto daño a este país. Nos
sucedió entonces lo que pasó en aquel circo que anunciaba como su
máxima estrella al Gran Bertini. “Subirá a una plataforma de 10 metros
de altura —anunciaba el director de pista— y se echará un clavado a un
barril con agua”. El gran artista cumplía sin problemas esa hazaña.
“Ahora —decía el anunciador— Bertini subirá a una plataforma de 20
metros de altura, y se echará un clavado a una cubeta con agua”. Aquélla
era una proeza inverosímil, pero también el formidable atleta la llevó a
cabo: se tiró de clavado; cayó en el centro de la cubeta y salió de
ella indemne, saludando con una sonrisa a la asistencia. El público se
puso en pie para salir del circo. ¿Qué más se podía ver después de
aquello? Pero habló el director y dijo: “¡Un momento, señoras y señoras!
¡Vuelvan a sus lugares, por favor! ¡El espectáculo aún no ha terminado!
Ahora el Gran Bertini subirá a una plataforma de 50 metros de altura, y
se echará de clavado ¡a un trapeador húmedo!”. La gente no podía creer
lo que escuchaba. Todos contuvieron la respiración para mirar aquello.
Subió Bertini a la alta plataforma; un ayudante extendió un trapeador en
el piso; se hizo un silencio profundísimo, y Bertini se arrojó al vacío
con los brazos abiertos. Dio dos graciosos giros en el aire y cayó
exactamente sobre el trapeador. Se propinó un tremendo batacazo. Se
levantó sangrando por nariz y boca, con dos costillas rotas, dolorido, y
dijo con voz llena de coraje: “¿Quién fue el desgraciado que exprimió
el trapeador?”. Así nos pasa a nosotros. Siempre alguien nos exprime el
trapeador...
Recordemos ahora la historia de aquel otro circo que llegó a
un pequeño pueblo. Tres lugareños se conchabaron a otras tantas
artistas de la carpa, y las invitaron a pasar con ellos un rato amable
en el único hotel que había en la localidad. Ellas aceptaron el convite,
pues solían completar con ese “side line” o “moonlight job” sus exiguos
ingresos de volatineras. Al día siguiente se reunieron los amigos para
comentar sus experiencias de la noche anterior. Dice el primero,
entusiasmado: “¡Vaya noche! Me tocó Himera la Maromera. ¡Qué mujer! Puso
en el acto del amor todas sus artes de formidable acróbata. Me hizo una
suerte llamada ‘El Capirucho’, que no describo porque entiendo que este
cuento saldrá en papeles públicos, y no quiero escandalizar a quien lo
lea”. Dice el segundo, igualmente jubiloso: “A mí me tocó Calista la
Contorsionista. ¡Ah! No tengo palabras para narrar los éxtasis que me
hizo alcanzar esa suprema artista con su sinuoso cuerpo serpentino. ¡A
su lado el Kama Sutra es un inane cuento de Walt Disney!”. El tercero
nada decía. Nomás se restregaba la entrepierna con gesto de dolor. “Y a
ti —le preguntan sus amigos— ¿cómo te fue?”. “Muy mal —responde mohíno
el otro—. Me tocó Glassina, La Tragavidrios”... (No le entendí)...
FIN.
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