lunes, 30 de marzo de 2009

Las cosas de una casa

Presente lo tengo Yo

La casa es bella, y es antigua. La casa es bella porque es antigua. Algo de conventual tiene esa casa de Saltillo cuya fachada parece esconderse de las otras. Tras un enrejado, una pequeña escalinata conduce a la puerta. Se abre ésta a un estrecho corredor que tiene al final una vidriera a través de la cual se mira un patio, y en el patio una fuente.

A la izquierda de ese patio están las habitaciones. Ahora se encuentran en penumbra, pues los postigos de las ventanas han sido cerrados. Pueden verse, no obstante, las paredes llenas de cuadros, y los muebles: la espaciosa mesa; el fornido trinchador; el vasar, alto como una iglesia. En la sala hay dos sillones forrados en cuero de color oscuro. Son sillones hombrunos, masculinos. Los imagina uno ocupados por dos señores de antes, solemnes en sus trajes de negro casimir. Fuman esos señores lentamente; de cuando en cuando consultan sus puntuales relojes de bolsillo, unidos a un ojal del chaleco por la cadena de oro. Fuman esos señores, ya lo dije. Se va el humo de sus cigarrillos, como el tiempo, y en las volutas se va el tiempo, como el humo.

¿De qué hablan esos graves señores? De negocios. En esos sillones no se puede hablar de otra cosa. De negocios hablan: de hipotecas, cosechas, réditos, fincas, inversiones...

Sobre el escritorio hay escrituras; grandes libros de cuentas; documentos diversos que atan lo mismo a quien los da que a quien los recibe.

Hay retratos en esa sala; muchos retratos. Nadie los mira, pero ellos ven a todos. Son los antepasados. Ése es el bisabuelo; aquél es el abuelo, y éste el padre. Los tres nos ven a los ojos, y nos siguen con la mirada a donde vamos. Los antepasados siempre nos siguen a donde vamos. No nos ve, en cambio, esta señorita que tiene un abanico cerrado entre las manos. No sabía qué hacer con ellas cuando la retrataron y el fotógrafo le sugirió a la madre de la retratada:

-Préstele su abanico.

Por eso la señorita lleva un abanico entre las manos. No lo mira, ni nos mira a nosotros. Tiene puesta la mirada en algo que nada más ella ve. Esa muchacha murió a los 17 años, seis meses después de que la retrataron. Su madre ya nunca volvió a usar el abanico. Lo vemos en aquella mesita que está allá. Ahí está siempre el abanico, cerrado como cuando su hija lo tuvo en sus manos.

He aquí un cuadro colgado en la pared. Es un óleo, y representa un paisaje. Por el camino van las ovejas guiadas por dos pastores, él y ella, tomados de la mano. Hay un pequeño lago donde se miran las nubes reflejadas. Las nubes son blancas, como las ovejas, pero no tienen pastor. A las nubes nadie las guía, ni siquiera en los cuadros. Al fondo se ve el caserío, y sobre las casas el campanario de la iglesia. Todo en el cuadro es paz, como en la casa.

No habíamos visto este pequeño mueble en el rincón. Ese mueble se llama “rinconero”. No sirve para nada, como sirven la mesa o los sillones; por eso es más gracioso. Quizá no dije bien: el rinconero sirve para poner cosas en él. Pero esas cosas no sirven para nada. Entonces no es injusto decir que el rinconero tampoco sirve para nada. En él hay figurillas de porcelana; pequeños objetos de cristal, frágiles y quebradizos; diminutas muñecas vestidas de manola o china poblana, y una esfera en donde se refleja toda la habitación como en un curvo espejo.

También nosotros nos reflejamos en la esfera, y parece que somos, nosotros también, objetos en el rinconero, ese mueble lleno de cosas que no sirven para nada...

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