viernes, 13 de marzo de 2009

Yo, por si las dudas, creo en todo

Presente lo tengo Yo

Hay quienes no creen en las cosas del más allá. Yo más bien batallo para creer en las del más acá. Los hechos que se atribuyen a los aparecidos tienen mucha lógica: regresan para cobrar venganza por un injusto agravio; o para decir dónde enterraron la relación —o sea el tesoro—; o para pedir oraciones y sufragios a fin de que su alma pueda salir del purgatorio. En cambio las acciones de los vivos —sobre todo de los demasiado vivos— generalmente no son nada razonables. A algunos hombres los mueve la ambición de dinero; otros son empujados por ansias de poder; aquéllos se dejan llevar por el afán de “yacer con fembra placentera”, según dijo Berceo. Muy pocos apegan sus actos a los estrictos cánones de la razón, y esos pocos se aburren mucho, o son muy desdichados.

Por eso yo sí creo en las cosas del más allá. Jamás he tenido el gusto de ver una; pero tampoco he visto nunca un monje copto, y eso no significa que no existan los monjes coptos. Existen, bien que existen, y muchos viajeros los han visto.

Todo esto viene a cuento por algo que hace unos días escuché contar. Fui a Guanajuato, y salí una mañana, muy tempranito, a caminar. El reloj de la iglesia de las capuchinas apenas acababa de sonar las seis; el día todavía no era día. Mis pasos me llevaron sin querer a una plazuela soledosa. Siempre mis pasos me han llevado sin querer a muchas partes, por no decir que a todas. Esa plazuela es el jardín que lleva el nombre de Florencio Antillón, afamado liberal guanajuatense. Ahí reposan las cenizas del escritor Jorge Ibargüengoitia, bisnieto de ese prócer.

Paseé por los jardines de ese parque color de bugambilias, y luego fui a almorzar en el pequeño y grato comedor de Las Acacias, la quinta porfiriana a donde llego cada vez que voy a Guanajuato. Un señor que estaba ahí tomando su café me dijo:

-Lo vi pasear por el jardín, y observé que se detuvo frente al monumento a Ibargüengoitia. ¿Ya sabe usted lo que pasó el día que llevaron ahí sus cenizas?
Le digo que no lo sé, y me lo cuenta.

Jorge Ibargüengoitia era hombre de espíritu jovial. Alegre y decidor, solía adornar su charla con buenas ocurrencias; tenía siempre una donosa frase a flor de labio. Sus malquerientes lo tildaban de frívolo, de poco serio, pero él también hacía broma de eso. Había en Guanajuato un señor que era antípoda de Ibargüengoitia. Solemne, pedantesco, pertenecía a la mamona especie de los que ponen cara seria como disfraz de su resequedad de mente y alma. Hablaba siempre mal de Ibargüengoitia, quizá porque en secreto lo envidiaba.

Cuando las cenizas del autor de “Los Relámpagos de Agosto” fueron llevadas a aquel parque, ese señor se vio forzado a asistir a la sencilla ceremonia. Acabado el acto se dirigió a su automóvil. Pero no había dado muchos pasos cuando tropezó y cayó al suelo. Se levantó echando sangre por la nariz y echando pestes por su majestad caída. Todos dijeron que el espíritu de Ibargüengoitia, en póstuma venganza, le había echado zancadilla a aquel prosopopéyico señor.

Yo no sé si quienes han llegado al otro mundo regresen a éste con el único propósito de hacer caer a alguien que les caía mal. Me abstengo de juzgar: si no entiendo las cosas de aquí menos voy a entender las de allá. Mejor cada quién su vida, como dijo un malogrado autor. Y también, digo yo, cada quién su muerte.

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