domingo, 24 de mayo de 2009

Blatelas

De politica y cosas peores
 
Aquel señor era partidario del método “hágalo usted mismo”. (“Menos en lo relativo al sexo” —solía precisar). Con sus propias manos hacía los pequeños arreglos de la casa; reparaba los aparatos que se descomponían; cuidaba del jardín, etcétera. Un día le dio por barnizar todas las cosas de madera que en la casa había. Entre ellas barnizó la tabla del sanitario. Sucedió, por desgracia, que su esposa tuvo necesidad de usar el dicho mueble. Sentose en él sin darse cuenta de que el barniz estaba fresco, y quedó pegada a la tabla. Con ímprobos esfuerzos trató de despegarse: inútiles fueron sus afanes. Llamó con grandes gritos a su esposo, y éste acudió, alarmado. Trató también de liberar a su mujer de aquel inopinado pegamiento, y sus empeños resultaron igualmente vanos. Entonces trajo pinzas y desarmador —estaba bien surtido de herramienta—, y procedió a quitar la susodicha tabla. De la cintura abajo envolvió en una sábana a su esposa y la llevó con un doctor pues pensó que solamente un cirujano de mano diestra y pulso firme podría con algún fino bisturí hacer aquel trabajo de despegue. Llegaron los dos con el facultativo. El señor hizo que la señora se pusiera de espaldas al galeno, y le quitó la sábana. “¿Qué le parece esto, doctor?” —le preguntó señalando las pompas de su esposa y la tabla del sanitario que llevaba pegada al tafanario. Respondió el médico después de breve observación: “Están bastante bien, pero no tanto como para ponerles marco”...
 
En “Las Certidumbres de Hamlet”, conocido restorán en el aeropuerto de la Ciudad de México, el cliente pidió que le retiraran el plato cuando no había probado ni la mitad de lo que en él le habían servido. El mesero le dice con tono de reproche: “No debería usted desperdiciar en esa forma la comida, caballero. La gente se está muriendo de hambre en los aviones”. (Es cierto. Ya puros cacahuates dan, y a veces ni eso)...
 
Don Homobono era un buen hombre. Una gélida mañana hiemal (invernal, en lengua mamuca) vio a un menesteroso que tiritaba de frío en una esquina. Lleno de compasión se quitó el rico abrigo que llevaba y se lo dio al mendigo. Al día siguiente don Homobono pasó otra vez por ahí, y de nuevo vio al pordiosero en mangas de camisa, tiritando. “¡Oiga! —lo reprendió con enojo—. ¡Ayer le regalé mi abrigo para que no tuviera frío! ¿Qué hizo de él?”. “Lo vendí, señor —responde el pedigüeño—. En mi profesión no puede darse uno el lujo de andar bien vestido”...
 
Master Peppie, el equivalente inglés de Pepito, fue a una casa de mala reputación y le pidió a la madama que le trajera una muchacha. “Eres menor de edad —le dijo la mujer—. No puedo hacer tal cosa”. Master Peppie sacó del bolsillo un grueso fajo de billetes. “Sin embargo —añadió prontamente la mujer— todo se puede hacer cuando hay buena voluntad. ¿Qué clase de muchacha quieres?”. Respondió master Peppie. “Una que tenga blatelas” (Nota-. Blatela: insecto anopluro que vive parásito en las partes vellosas del cuerpo humano, y cuyas molestas picaduras son causa de rasquiña o comezón). La dueña de la casa se asombró. “¿Por qué quieres una mujer así?” —le preguntó al chiquillo. Pregunta master Peppie a su vez: “Si estoy con esa mujer me pasará las blatelas ¿no es así?”. “En efecto” —responde la madama. “Muy bien —dice entonces master Peppie—. Después yo iré a mi casa, estaré con la mucama y le pasaré las blatelas. La mucama estará con mi papá y le pasará las blatelas. Mi papá estará con mi mamá y le pasará las blatelas. Mi mamá estará con el chofer y le pasará las blatelas. El chofer estará con la mujer del jardinero y le pasará las blatelas. Finalmente la mujer del jardinero estará con su marido, y le pasará las blatelas. ¡Y fue el jardinero el que mató a mi tortuga!”...
 
FIN.

Ego ¡hic! te absolvo

Presente lo tengo Yo
 
Aquel padrecito empinaba mucho el codo. Quiero decir que era grande bebedor. Cumplía los deberes de su sagrado ministerio, pero acabada la faena se entregaba a copiosas libaciones en su cuarto, y los lunes todo el día, pues era el que le daban de descanso.

No estoy hablando mal de ese sacerdote. Dios me libre. Sencillamente estoy diciendo que le gustaba el chupe. Quizá bebiendo evitaba otras tentaciones, o con el vino disipaba dudas sobre Dios o las verdades de la fe. Quizá en el fondo de la copa hallaba respuesta a las preguntas que se hacía acerca de los grandes misterios de la religión. No sé. Yo por mi parte creo que si San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino hubiesen bebido de vez en cuando, y razonablemente, a lo mejor habrían visto con claridad mayor las cosas de la divinidad, y tanto “La Ciudad de Dios” como la “Suma Teológica” les habrían salido más luminosas y esplendentes de como les salieron en la sobriedad. No sé. El caso es que aquel padrecito empinaba mucho el codo.

Cierto día lo fue a ver un sacerdote amigo suyo. Le dijo que quería confesarse con él. No le dijo que lo buscó porque traía un cierto pecadillo que no se animaba a confesar a otros padres de manga más estrecha, y más escrupulosos y severos. Acudió a él porque confiaba en que el espíritu del vino, que suele ser espíritu comprensivo y tolerante, pondría al confesor en actitud benévola, de modo que lo absolvería de aquella culpa que cargaba, y la olvidaría luego, pues aquéllos a quienes posee el espíritu del vino suelen olvidar pronto lo que oyeron y dijeron.

Así confiado llegó, pues, a confesarse con su amigo. Se alegró al ver que estaba ya achispado por dos o tres copitas, o cuatro, o cinco, o seis. Le pidió que lo oyera en confesión. El otro se sorprendió algo, pues su colega no solía recurrir a él para que le impartiera el sacramento de la reconciliación. Pero con dos o tres copitas —o cuatro, o cinco, o seis— no son necesarias las explicaciones. Todo se explica por sí mismo. Así, el señor cura se puso la estola penitencial, y después de sentarse en una silla le dijo con tartajosa voz al penitente, que se había arrodillado ante él:

-Ave Mapía Rurísima.

-Sin pecado original concebida —respondió el otro—. E hizo la confesión de sus pecados, sobre todo de aquél que más pesaba en su ánimo.

Al terminar la relación de culpas el confesor le impuso la penitencia:

-Rezarás 33 credos, uno por cada año de la vida de Nuestro Señor. Rezarás siete rosarios, uno por cada dolor de los siete que traspasaron el sacratísimo corazón de María. Rezarás 50 salves, una por cada cuenta del rosario. Rezarás tres novenas a la Santísima Trinidad, una por cada Divina Persona. Ayunarás a pan y agua cuatro días, uno por cada evangelista...

-¡Oye, oye, oye! —lo interrumpió enojado el penitente—. Te estás pasando de la raya. Los pecados que confesé no son tan graves, quizá con excepción de uno, pero aun ése no amerita el rigor que estás mostrando. Además seguramente tú tienes más pecados que yo. Eres un borracho que bebe hasta quedar privado de sentido. ¿Por qué me impones tan grave penitencia?

Respondió el padrecito:

-Es que yo cuando chupo, chupo; y cuando confieso, confieso.

Historias de la creación del mundo

El Señor vio que la cebra estaba triste.

Dios no quiere que sus criaturas estén tristes. La creación fue una sonrisa suya; todo nació de su alegría. Le preguntó, pues:

-¿Por qué estás triste, cebra?

-Padre -respondió ella-, sufro por que no sé si soy negra con rayas blancas o blanca con rayas negras. Cuando estoy feliz pienso que soy blanca con rayas negras. Cuando me siento desdichada pienso que soy negra con rayas blancas. Dime: ¿cómo soy?

Le contestó el Señor:

-Eso no importa nada. Lo que importa es que eres.

La cebra dejó de preocuparse. En adelante se dedicó sencillamente a ser. Ya no le importó saber si era negra con rayas blancas o blanca con rayas negras. Y entonces fue feliz.

¡Hasta mañana!...

Un líder obrero se durmió en un discurso de Calderón, y despertó con los aplausos

"... Un líder obrero se durmió en un discurso de Calderón, y despertó con los aplausos...".

Seguro sucederá
que si ese politicastro
oye un discurso de Castro,
ya nunca despertará.