martes, 31 de marzo de 2009

Otra historia de amor

Presente lo tengo Yo

Y se casaron, y vivieron felices.

He dicho el final de una historia que ni siquiera he comenzado. Eso viola todos los principios de la retórica. Las historias, decían los latinos, se deben contar ab ovo —desde el huevo—, o sea desde el principio. En “Alicia en el País de las Maravillas”, esa fábula tan absurda —y tan lógica— ideada por Lewis Carrol, Alicia le dice al rey que no sabe por dónde comenzar su narración. “Empieza por el principio —le ordena el soberano—, y continúa hasta que llegues al final. Entonces detente”. Yo he empezado por el final. Sigo ahora con el principio.

Esta muchacha tiene 30 años. Es una solterona, pues en aquel tiempo toda mujer que llegaba a los 25 sin casarse era una solterona. No es bonita esta muchacha. Trabaja en una oficina. Vive con su padre, su madre y dos hermanos.

Ahora va en el autobús a su trabajo. El camión hace alto de repente, y la muchacha siente un empellón. Un hombre se abre paso con premura entre la gente, para bajar. Ella mira su bolsa: está abierta. Busca nerviosamente el monedero. Ha desaparecido. Aquel hombre es un ladrón.

Alcanza ella a bajar también antes de que el autobús siga su marcha. Corre tras el sujeto. “¡Deténganlo! —grita con desesperación—. ¡Me robó!”. La gente la mira con curiosidad, pero nadie hace nada. El individuo se ha metido —seguramente para esconderse— en la Sociedad Manuel Acuña. Ella entra también y lo ve como tratando de confundirse entre los asistentes. Llega hasta él. “¡Este individuo me robó! —dice indignada tomándolo con violencia por un brazo—. ¡Deme mi monedero, sinvergüenza!”. El hombre farfulla, desconcertado: “Señorita, yo no fui”. Nadie dice nada. “Yo no fui —repite el sujeto—. Se lo juro. Escúlqueme si quiere”.

Se ha hecho el silencio entre los jugadores de dominó y de ajedrez. Quienes estaban en el salón de pool y carambola salen, curiosos, a ver el espectáculo. Y ella: “¡Entrégueme mi monedero, ladrón!”. Y él: “No soy un ladrón, señorita. Se equivoca usted”.

¿Qué hacer? Seguramente, piensa la muchacha, el ratero ya le pasó lo robado a un cómplice. Pero no se quiere ir sin al menos desahogar su enojo. Vuelve a gritarle: “¡Ladrón! ¡Ratero! ¡Sinvergüenza!”. Y se retira después, furiosa.

Llega a su oficina, saca sus llaves y abre el cajón de su escritorio para ponerse a trabajar. Y ve ahí el monedero. Se había olvidado —ahora lo recuerda— de ponerlo en su bolso al mediodía. Vuelve de prisa a la Sociedad “Acuña”. El hombre se encuentra todavía en el lugar, y la mira llegar con sobresalto. Ella se planta en medio del patio y dice en alta voz: “¡Señores! Vengo a pedir una disculpa pública. Nadie me robó mi monedero. No lo traía yo en la bolsa, y lo hallé en mi oficina. Acusé falsamente a este señor. Delante de ustedes le quiero rogar que me disculpe. ¿Me perdona usted?”.

Al día siguiente él la espera a la salida del trabajo. Le dice con algo de timidez: “¿Puedo acompañarla, señorita?”. “¿Por qué?” —pregunta ella, recelosa. Responde él: “Lo que hizo usted ayer nada más lo puede hacer una mujer buena. Quisiera conocerla más. Soy soltero y no tengo compromisos”.

Se trataron algunos meses, se casaron y vivieron felices. Ella me contó la historia este pasado viernes, cuando cumplieron 50 años de casados.

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