viernes, 20 de marzo de 2009

La vida en patines

Presente lo tengo Yo

Cuando el señor don Nazario S. Ortiz Garza inició la construcción del edificio del Ateneo Fuente, un periódico local informó del suceso en esta forma: “El nuevo Ateneo estará situado en un punto entre Saltillo y Monterrey”. Y es que entonces nuestra ciudad acababa en la actual calle de Múzquiz, salvo por la estación del tren, de modo que la nueva ubicación del glorioso colegio parecía muy remota. Ahora puede decirse que el Ateneo está en el centro.

No vayamos tan lejos. Al principar la década de los ochentas fundé la Escuela de Ciencias de la Comunicación, y conseguí para ella un terreno al sur de la ciudad. A los muchachos les pareció tan lejano el sitio donde iban a estudiar que dijeron que a la inauguración del plantel iban a ir dos gobernadores: el de Coahuila y el de Zacatecas. Hoy Saltillo ha crecido tanto hacia ese rumbo que la escuela parece estar muy cerca.

El otro día me acordé en este espacio de Fred Astaire y Ginger Rogers. Esa misma noche estaba dale que dale con el control remoto de la tele, buscando a ver qué había, cuando en un canal americano me topé con una película de esa inmortal pareja. Se llama “Shall we dance”. Si no recuerdo mal, se exhibió aquí con el título de “Pies de seda”. En ese film se ve una de las más extraordinarias danzas de Ginger y Fred: los dos bailan un número de tap ¡en patines de ruedas!

Hubo un tiempo en que los patines eran un juguete fantástico y maravilloso. Únicamente los niños ricos los tenían. Por fortuna hubo un señor de nombre don David Linares, a quien se le ocurrió con gran visión crear la Villa Olímpica, un desarrollo al norte de Saltillo, más lejano aún que el Ateneo. Don David era empresario —entiendo que hacía medicamentos—, pero era también piloto aviador, y dueño del único avión que había en la ciudad, una avioneta seguramente Cessna.

En la Villa Olímpica don David puso una alberca para justificar el nombre de la empresa. La alberca tenía un alto trampolín de varios pisos, hecho de cemento.

Cierto día un farolón individuo anunció que iba a tirarse un clavado desde el último trampolín. Una expectante concurrencia acudió a ver esa proeza. Apareció el sujeto en elegante bata de baño que dejó caer, displicente. Luego, con estudiada lentitud, procedió a untarse no sé qué aceite brillador, a efecto de resaltar la profusa musculatura de su cuerpo.

Después procedió a subir al trampolín en medio del hondo silencio del público presente. Se asomó desde arriba con cuidado; miró la alberca, y luego, con rapidez maravillosa, bajó otra vez por la escalera y se metió a los baños sin siquiera recoger su bata.

Una sonora silbatina saludó aquella perfecta muestra de instinto de conservación. Desde entonces al tipo se le conoció en la ciudad con un curioso mote: “El subibaja”.

A más de alberca la Villa Olímpica tenía también salón para bailar. Ahí se hacían tertulias, o sea bailes vespertinos. Los domingos por la mañana la pista de baile se convertía en pista de patinaje, y entonces los niños que no teníamos patines podíamos patinar, después de ver el oso, el coyote y el águila que se aburrían en el precario jardín zoológico del establecimiento.

Todo se ha ido; todo: el águila, el coyote, el oso, los patines, las tertulias, la Villa Olímpica, la avioneta, todo... Pero de pronto ves una película, y es como si nada se hubiera ido. Vuelve a volar la avioneta de don David Linares, y vuelves a patinar tú. Todo se va y todo permanece, como en el río de Heráclito. La vida, que tan pronto acaba, es un cuento de nunca acabar.

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