Presente lo tengo Yo
Cuando el señor don Nazario S. Ortiz Garza inició la construcción del
edificio del Ateneo Fuente, un periódico local informó del suceso en
esta forma: “El nuevo Ateneo estará situado en un punto entre Saltillo y
Monterrey”. Y es que entonces nuestra ciudad acababa en la actual calle
de Múzquiz, salvo por la estación del tren, de modo que la nueva
ubicación del glorioso colegio parecía muy remota. Ahora puede decirse
que el Ateneo está en el centro.
No vayamos tan lejos. Al
principar la década de los ochentas fundé la Escuela de Ciencias de la
Comunicación, y conseguí para ella un terreno al sur de la ciudad. A los
muchachos les pareció tan lejano el sitio donde iban a estudiar que
dijeron que a la inauguración del plantel iban a ir dos gobernadores: el
de Coahuila y el de Zacatecas. Hoy Saltillo ha crecido tanto hacia ese
rumbo que la escuela parece estar muy cerca.
El otro día me acordé en
este espacio de Fred Astaire y Ginger Rogers. Esa misma noche estaba
dale que dale con el control remoto de la tele, buscando a ver qué
había, cuando en un canal americano me topé con una película de esa
inmortal pareja. Se llama “Shall we dance”. Si no recuerdo mal, se
exhibió aquí con el título de “Pies de seda”. En ese film se ve una de
las más extraordinarias danzas de Ginger y Fred: los dos bailan un
número de tap ¡en patines de ruedas!
Hubo un tiempo en que los
patines eran un juguete fantástico y maravilloso. Únicamente los niños
ricos los tenían. Por fortuna hubo un señor de nombre don David Linares,
a quien se le ocurrió con gran visión crear la Villa Olímpica, un
desarrollo al norte de Saltillo, más lejano aún que el Ateneo. Don David
era empresario —entiendo que hacía medicamentos—, pero era también
piloto aviador, y dueño del único avión que había en la ciudad, una
avioneta seguramente Cessna.
En la Villa Olímpica don David puso una
alberca para justificar el nombre de la empresa. La alberca tenía un
alto trampolín de varios pisos, hecho de cemento.
Cierto día un
farolón individuo anunció que iba a tirarse un clavado desde el último
trampolín. Una expectante concurrencia acudió a ver esa proeza. Apareció
el sujeto en elegante bata de baño que dejó caer, displicente. Luego,
con estudiada lentitud, procedió a untarse no sé qué aceite brillador, a
efecto de resaltar la profusa musculatura de su cuerpo.
Después
procedió a subir al trampolín en medio del hondo silencio del público
presente. Se asomó desde arriba con cuidado; miró la alberca, y luego,
con rapidez maravillosa, bajó otra vez por la escalera y se metió a los
baños sin siquiera recoger su bata.
Una sonora silbatina saludó
aquella perfecta muestra de instinto de conservación. Desde entonces al
tipo se le conoció en la ciudad con un curioso mote: “El subibaja”.
A
más de alberca la Villa Olímpica tenía también salón para bailar. Ahí
se hacían tertulias, o sea bailes vespertinos. Los domingos por la
mañana la pista de baile se convertía en pista de patinaje, y entonces
los niños que no teníamos patines podíamos patinar, después de ver el
oso, el coyote y el águila que se aburrían en el precario jardín
zoológico del establecimiento.
Todo se ha ido; todo: el águila, el
coyote, el oso, los patines, las tertulias, la Villa Olímpica, la
avioneta, todo... Pero de pronto ves una película, y es como si nada se
hubiera ido. Vuelve a volar la avioneta de don David Linares, y vuelves a
patinar tú. Todo se va y todo permanece, como en el río de Heráclito.
La vida, que tan pronto acaba, es un cuento de nunca acabar.
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