viernes, 6 de marzo de 2009

Amor de invierno

Presente lo tengo Yo

Una vez fui a Guanajuato con mi tocayo Armando Castilla. Nos hospedamos en el Castillo de Santa Cecilia, que entonces se acababa de inaugurar y era la gran atracción turística de la ciudad. En el bar el mesero oyó nuestra conversación, y nos preguntó: “¿Son ustedes norteños?”. “Así es” -respondió Armando. Dijo el hombre, obsequioso: “Permítanme entonces ofrecerles un Cocktail Monterrey, cortesía de la casa”. Fue y nos trajo sendos vasos de agua.

Yo no me canso de ir a Guanajuato. El pasado viernes fui allá a perorar ante los diputados y senadores de toda la República que presiden las comisiones para la celebración del bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución. Pedí que me hospedaran en la Quinta “Las Acacias”. Es uno de mis hoteles favoritos, y de seguro uno de los más bellos del país. Sus dueños adaptaron la mansión de la familia, una antigua casona porfiriana, y la convirtieron en hotel boutique, la nueva moda en hotelería. Antes gustaba lo grande y espectacular; ahora gusta lo pequeño e íntimo.

Eso a mí me favorece mucho. En “Las Acacias” las habitaciones son tan pocas que no tienen número: tienen nombre. Esta vez me tocó “La galereña”. En la puerta está una placa donde se explica el nombre. La esposa de un minero pobre era asediada por el dueño de la mina. Un día, al llevarle el almuerzo a su marido, vio que el hombre la estaba esperando. Para esconderse buscó una grieta en la montaña, y se internó en ella. Encontró una veta riquísima de plata que hizo la fortuna de su familia. El marido vivió eternamente agradecido con el patrón por haber asediado a su mujer.

“Las Acacias” está frente al parque “Florencio Antillón”. Este señor, acendrado liberal, fue bisabuelo de Jorge Ibargüengoitia. Las cenizas del escritor, muerto en Madrid en un accidente de aviación, fueron depositadas en el parque, bajo la sombra de los árboles. La inscripción en el monumento funerario dice así: “Aquí yace el escritor Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los franceses”. Me dicen que la tal inscripción es travesura, pues a la Batalla del 5 de Mayo don Florencio llegó hasta el 6 de mayo. Preguntó muy a la mexicana: “¿Qué la batalla no era hoy?”.

Siempre que voy a Guanajuato procuro ir a desayunar en la Casa Valadez, que está en el Jardín de la Unión, frente al hermoso Teatro “Juárez”. Esta mañana pido los huevos campestres, mirífico platillo que se compone de un par de huevos estrellados sobre dos tortillas fritas puestas en una cama de frijoles, con acompañamiento de rajas de chile verde y elote desgranado. Una delicia.

Mi anfitrión es originario y vecino de Guanajuato. Aquí mismo hizo sus estudios. “La vida del estudiante —me cuenta— era gratísima. Asistíamos a clases de 8 a 10 de la mañana. Almorzábamos unas gorditas en la calle, y luego paseábamos por la ciudad. Después de comer regresábamos a clases, de 3 a 5 de la tarde. Íbamos al cine, o a tomar una nieve en el Jardín. Después visitábamos a nuestras novias, de 8 a 10 de la noche. Y luego les llevábamos serenata, pues todos formábamos parte de alguna estudiantina. A eso de la una o dos de la mañana nos íbamos a dormir”. Le pregunto:

-Oiga: ¿y a qué horas estudiaban?

-¿Estudiar? —me pregunta con asombro mi anfitrión—. ¿Cómo ibamos a estudiar, licenciado, si éramos estudiantes?

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