Presente lo tengo Yo
Una vez fui a Guanajuato con mi tocayo Armando Castilla. Nos
hospedamos en el Castillo de Santa Cecilia, que entonces se acababa de
inaugurar y era la gran atracción turística de la ciudad. En el bar el
mesero oyó nuestra conversación, y nos preguntó: “¿Son ustedes
norteños?”. “Así es” -respondió Armando. Dijo el hombre, obsequioso:
“Permítanme entonces ofrecerles un Cocktail Monterrey, cortesía de la
casa”. Fue y nos trajo sendos vasos de agua.
Yo no me canso de ir a
Guanajuato. El pasado viernes fui allá a perorar ante los diputados y
senadores de toda la República que presiden las comisiones para la
celebración del bicentenario de la Independencia y centenario de la
Revolución. Pedí que me hospedaran en la Quinta “Las Acacias”. Es uno de
mis hoteles favoritos, y de seguro uno de los más bellos del país. Sus
dueños adaptaron la mansión de la familia, una antigua casona
porfiriana, y la convirtieron en hotel boutique, la nueva moda en
hotelería. Antes gustaba lo grande y espectacular; ahora gusta lo
pequeño e íntimo.
Eso a mí me favorece mucho. En “Las
Acacias” las habitaciones son tan pocas que no tienen número: tienen
nombre. Esta vez me tocó “La galereña”. En la puerta está una placa
donde se explica el nombre. La esposa de un minero pobre era asediada
por el dueño de la mina. Un día, al llevarle el almuerzo a su marido,
vio que el hombre la estaba esperando. Para esconderse buscó una grieta
en la montaña, y se internó en ella. Encontró una veta riquísima de
plata que hizo la fortuna de su familia. El marido vivió eternamente
agradecido con el patrón por haber asediado a su mujer.
“Las
Acacias” está frente al parque “Florencio Antillón”. Este señor,
acendrado liberal, fue bisabuelo de Jorge Ibargüengoitia. Las cenizas
del escritor, muerto en Madrid en un accidente de aviación, fueron
depositadas en el parque, bajo la sombra de los árboles. La inscripción
en el monumento funerario dice así: “Aquí yace el escritor Jorge
Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los
franceses”. Me dicen que la tal inscripción es travesura, pues a la
Batalla del 5 de Mayo don Florencio llegó hasta el 6 de mayo. Preguntó
muy a la mexicana: “¿Qué la batalla no era hoy?”.
Siempre que voy a
Guanajuato procuro ir a desayunar en la Casa Valadez, que está en el
Jardín de la Unión, frente al hermoso Teatro “Juárez”. Esta mañana pido
los huevos campestres, mirífico platillo que se compone de un par de
huevos estrellados sobre dos tortillas fritas puestas en una cama de
frijoles, con acompañamiento de rajas de chile verde y elote desgranado.
Una delicia.
Mi anfitrión es originario y vecino de
Guanajuato. Aquí mismo hizo sus estudios. “La vida del estudiante —me
cuenta— era gratísima. Asistíamos a clases de 8 a 10 de la mañana.
Almorzábamos unas gorditas en la calle, y luego paseábamos por la
ciudad. Después de comer regresábamos a clases, de 3 a 5 de la tarde.
Íbamos al cine, o a tomar una nieve en el Jardín. Después visitábamos a
nuestras novias, de 8 a 10 de la noche. Y luego les llevábamos serenata,
pues todos formábamos parte de alguna estudiantina. A eso de la una o
dos de la mañana nos íbamos a dormir”. Le pregunto:
-Oiga: ¿y a qué horas estudiaban?
No hay comentarios:
Publicar un comentario