jueves, 12 de marzo de 2009

Lo bailado quién nos lo quita

Presente lo tengo Yo

Bailes rancheros en la Sociedad Acuña... A ellos está indisolublemente unido el nombre de don Lorenzo Hernández.

Rancheros eran esos bailes porque en aquellos años —fines de los cuarentas y cincuentas— se llenaba nuestra ciudad con una bandada de gringuitas. A los gringos ni siquiera los veíamos, aunque llegaban en número mayor. Venían las “americanas” —así les decían nuestras mamás— a “estudiar” —así decían ellas— en la Universidad Interamericana de Cuquita Galindo. En injusto olvido está doña Cuquita.

Merece el bien de la ciudad, pues por ella se dibujaba el perfil de lo saltillense durante los meses del verano. En el Parque Azteca, de singular arquitectura que quería imitar pirámides y otras construcciones de nuestros antepasados aborígenes, Cuquita juntaba a los alumnos con un grupo de profesores algunos de los cuales —me cuento yo entre ellos— apenas habíamos salido de la Prepa y ya dábamos clases a quienes aspiraban a maestría o doctorado. Bendito sea Dios.

A cada estudiante doña Cuquita le ponía un tutor o tutora, según el sexo del interesado, que lo pastoreaba —ese era el término empleado— durante las tardes para hacerlo hablar en español. A eso se llama hoy “inmersión total”. Total inmersión buscaban también los muchachos saltilleros, que para andar con las gringuitas, tan liberales y generosas muchas de ellas, rompían sus noviazgos locales al terminar el mes de junio para reanudarlos después en los primeros días de septiembre, previa serenata en el balcón de la antigua novia, que no podía resistir aquello de “Perdón, vida de mi vida” y daba siempre su perdón. Otra vez: bendito sea Dios.

Para aprovechar la numerosa clientela de extranjeros la Sociedad Mutualista y Recreativa “Manuel Acuña” organizaba sus famosos bailes rancheros. A ellos debían acudir los asistentes ataviados con ropa típica de México. En esos bailes tocaba siempre don Lorenzo Hernández. Pensar en un baile ranchero sin Lorenzo habría sido como bailar valses en Viena sin música de Strauss.

¡Qué orquesta la de Lorenzo! Les daba el 20 y las malas —así se dice en argot de billaristas— a los conjuntos venidos de otras partes. Rivalizaba ventajosamente con Juan García Medeles, Beto Díaz, los solistas de Lara, Luis Arcaraz, Ingeniería, Carlos Campos, la Sonora Santanera o Pablo Beltrán Ruiz. Esto que voy a contar no me lo cuenta nadie. La Acuña tenía dos patios. En los dos se llevaba a cabo el baile. Estaban bailando las parejas en el patio donde tocaba la orquesta visitante, siempre de extraordinaria calidad. Pero empezaba a tocar Lorenzo, y más de la mitad de las parejas emigraba inmediatamente al otro patio para bailar con su música.

Y ¿qué decir de los bailes de fin de año de la Acuña, famosísimos también? Los señoritos y señoritas del Casino se daban prisa en comer las doce rituales uvas de la media noche, y luego se apresuraban por las calles de Juárez y Morelos para gozar de la alegría, más popular y menos estirada, de la gente de clase media de la Acuña.

Otro ritual había en la Acuña que ellos, los del Casino, para su inmensa desdicha no alcanzaban ya. En los bailes de fin de año de la Acuña, al sonar las 12 en punto de la noche, los timbales de la orquesta redoblaban, como en el circo cuando se anuncia algo maravilloso. Aquello era un aviso. Las parejas dejaban de bailar, y se disponían a gozar el inmenso deliquio que llegaba. Ese deliquio consistía en que todas las luces se apagaban, de modo que el gran salón y los patios quedaban a oscuras, absolutamente a oscuras. Ni la luz de un cigarro se veía.

¡Qué propicia era esa oscuridad para los abrazos —y todo lo demás— de Año Nuevo! Un minuto quizá duraban aquellas hermosísimas tinieblas. A cualquiera aquel minuto de sombras le habría parecido toda una eternidad. A nosotros nos parecía una fracción de segundo, quizá una millonésima.

Entre los más hermosos recuerdos de mi vida —y mil recuerdos hermosos tengo yo— están aquellos minutos de cómplice oscuridad en la Sociedad Manuel Acuña.

De minutos está hecha la vida. ¡Ah, si todos fueran como aquéllos! Entonces diríamos lo mismo que dijo Fausto sin importarle que en ello le iba el alma: “¡Detente, instante! ¡Eres tan bello!”.

No hay comentarios: