martes, 31 de marzo de 2009

Otra historia de amor

Presente lo tengo Yo

Y se casaron, y vivieron felices.

He dicho el final de una historia que ni siquiera he comenzado. Eso viola todos los principios de la retórica. Las historias, decían los latinos, se deben contar ab ovo —desde el huevo—, o sea desde el principio. En “Alicia en el País de las Maravillas”, esa fábula tan absurda —y tan lógica— ideada por Lewis Carrol, Alicia le dice al rey que no sabe por dónde comenzar su narración. “Empieza por el principio —le ordena el soberano—, y continúa hasta que llegues al final. Entonces detente”. Yo he empezado por el final. Sigo ahora con el principio.

Esta muchacha tiene 30 años. Es una solterona, pues en aquel tiempo toda mujer que llegaba a los 25 sin casarse era una solterona. No es bonita esta muchacha. Trabaja en una oficina. Vive con su padre, su madre y dos hermanos.

Ahora va en el autobús a su trabajo. El camión hace alto de repente, y la muchacha siente un empellón. Un hombre se abre paso con premura entre la gente, para bajar. Ella mira su bolsa: está abierta. Busca nerviosamente el monedero. Ha desaparecido. Aquel hombre es un ladrón.

Alcanza ella a bajar también antes de que el autobús siga su marcha. Corre tras el sujeto. “¡Deténganlo! —grita con desesperación—. ¡Me robó!”. La gente la mira con curiosidad, pero nadie hace nada. El individuo se ha metido —seguramente para esconderse— en la Sociedad Manuel Acuña. Ella entra también y lo ve como tratando de confundirse entre los asistentes. Llega hasta él. “¡Este individuo me robó! —dice indignada tomándolo con violencia por un brazo—. ¡Deme mi monedero, sinvergüenza!”. El hombre farfulla, desconcertado: “Señorita, yo no fui”. Nadie dice nada. “Yo no fui —repite el sujeto—. Se lo juro. Escúlqueme si quiere”.

Se ha hecho el silencio entre los jugadores de dominó y de ajedrez. Quienes estaban en el salón de pool y carambola salen, curiosos, a ver el espectáculo. Y ella: “¡Entrégueme mi monedero, ladrón!”. Y él: “No soy un ladrón, señorita. Se equivoca usted”.

¿Qué hacer? Seguramente, piensa la muchacha, el ratero ya le pasó lo robado a un cómplice. Pero no se quiere ir sin al menos desahogar su enojo. Vuelve a gritarle: “¡Ladrón! ¡Ratero! ¡Sinvergüenza!”. Y se retira después, furiosa.

Llega a su oficina, saca sus llaves y abre el cajón de su escritorio para ponerse a trabajar. Y ve ahí el monedero. Se había olvidado —ahora lo recuerda— de ponerlo en su bolso al mediodía. Vuelve de prisa a la Sociedad “Acuña”. El hombre se encuentra todavía en el lugar, y la mira llegar con sobresalto. Ella se planta en medio del patio y dice en alta voz: “¡Señores! Vengo a pedir una disculpa pública. Nadie me robó mi monedero. No lo traía yo en la bolsa, y lo hallé en mi oficina. Acusé falsamente a este señor. Delante de ustedes le quiero rogar que me disculpe. ¿Me perdona usted?”.

Al día siguiente él la espera a la salida del trabajo. Le dice con algo de timidez: “¿Puedo acompañarla, señorita?”. “¿Por qué?” —pregunta ella, recelosa. Responde él: “Lo que hizo usted ayer nada más lo puede hacer una mujer buena. Quisiera conocerla más. Soy soltero y no tengo compromisos”.

Se trataron algunos meses, se casaron y vivieron felices. Ella me contó la historia este pasado viernes, cuando cumplieron 50 años de casados.

La Iglesia siempre ha condenado la riqueza, aunque siempre haya estado con los ricos

Malbéne acaba de publicar en la revista “Lumen” un artículo que de seguro dará lugar a críticas. Dice en su texto el discutido teólogo:

“... La Iglesia siempre ha condenado la riqueza, aunque siempre haya estado con los ricos. Ser rico no es pecado si la riqueza se obtuvo honestamente. La pobreza, en cambio, es casi siempre fruto del pecado: del pecado propio —la pereza, sobre todo—, o de ese pecado de la sociedad que es la injusticia.

“... La riqueza ayuda a la fe, pues da medios —y tiempo— para atender las cosas de la religión. En cambio quien sufre hambre tiene que dedicarse por completo a procurarse el pan, y eso, con la ira, los odios y violencias que de la pobreza nacen, aparta a los pobres de buscar a Dios. Deberíamos incitar a los hombres a crear riqueza, en vez de alabar tanto esa pobreza mala. Porque, dicho sea con el mayor respeto, la verdad es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un pobre se salve....”.

Hasta aquí las opiniones de Malbéne. ¿Llegará en sus opiniones hasta aquí?

¡Hasta mañana!...

Se apagó la luz

“... En miles de hogares y edificios
se apagó la luz durante una hora,
para defender el planeta...”.

Tengo una preocupación
que aquí te compartiré:
¿nos irá la CFE
a cobrar el apagón?

lunes, 30 de marzo de 2009

Las cosas de una casa

Presente lo tengo Yo

La casa es bella, y es antigua. La casa es bella porque es antigua. Algo de conventual tiene esa casa de Saltillo cuya fachada parece esconderse de las otras. Tras un enrejado, una pequeña escalinata conduce a la puerta. Se abre ésta a un estrecho corredor que tiene al final una vidriera a través de la cual se mira un patio, y en el patio una fuente.

A la izquierda de ese patio están las habitaciones. Ahora se encuentran en penumbra, pues los postigos de las ventanas han sido cerrados. Pueden verse, no obstante, las paredes llenas de cuadros, y los muebles: la espaciosa mesa; el fornido trinchador; el vasar, alto como una iglesia. En la sala hay dos sillones forrados en cuero de color oscuro. Son sillones hombrunos, masculinos. Los imagina uno ocupados por dos señores de antes, solemnes en sus trajes de negro casimir. Fuman esos señores lentamente; de cuando en cuando consultan sus puntuales relojes de bolsillo, unidos a un ojal del chaleco por la cadena de oro. Fuman esos señores, ya lo dije. Se va el humo de sus cigarrillos, como el tiempo, y en las volutas se va el tiempo, como el humo.

¿De qué hablan esos graves señores? De negocios. En esos sillones no se puede hablar de otra cosa. De negocios hablan: de hipotecas, cosechas, réditos, fincas, inversiones...

Sobre el escritorio hay escrituras; grandes libros de cuentas; documentos diversos que atan lo mismo a quien los da que a quien los recibe.

Hay retratos en esa sala; muchos retratos. Nadie los mira, pero ellos ven a todos. Son los antepasados. Ése es el bisabuelo; aquél es el abuelo, y éste el padre. Los tres nos ven a los ojos, y nos siguen con la mirada a donde vamos. Los antepasados siempre nos siguen a donde vamos. No nos ve, en cambio, esta señorita que tiene un abanico cerrado entre las manos. No sabía qué hacer con ellas cuando la retrataron y el fotógrafo le sugirió a la madre de la retratada:

-Préstele su abanico.

Por eso la señorita lleva un abanico entre las manos. No lo mira, ni nos mira a nosotros. Tiene puesta la mirada en algo que nada más ella ve. Esa muchacha murió a los 17 años, seis meses después de que la retrataron. Su madre ya nunca volvió a usar el abanico. Lo vemos en aquella mesita que está allá. Ahí está siempre el abanico, cerrado como cuando su hija lo tuvo en sus manos.

He aquí un cuadro colgado en la pared. Es un óleo, y representa un paisaje. Por el camino van las ovejas guiadas por dos pastores, él y ella, tomados de la mano. Hay un pequeño lago donde se miran las nubes reflejadas. Las nubes son blancas, como las ovejas, pero no tienen pastor. A las nubes nadie las guía, ni siquiera en los cuadros. Al fondo se ve el caserío, y sobre las casas el campanario de la iglesia. Todo en el cuadro es paz, como en la casa.

No habíamos visto este pequeño mueble en el rincón. Ese mueble se llama “rinconero”. No sirve para nada, como sirven la mesa o los sillones; por eso es más gracioso. Quizá no dije bien: el rinconero sirve para poner cosas en él. Pero esas cosas no sirven para nada. Entonces no es injusto decir que el rinconero tampoco sirve para nada. En él hay figurillas de porcelana; pequeños objetos de cristal, frágiles y quebradizos; diminutas muñecas vestidas de manola o china poblana, y una esfera en donde se refleja toda la habitación como en un curvo espejo.

También nosotros nos reflejamos en la esfera, y parece que somos, nosotros también, objetos en el rinconero, ese mueble lleno de cosas que no sirven para nada...

Variación Opus 33 sobre el Tema de don Juan

El aprendiz de seductor le preguntó a don Juan:
-¿Es cierto, maestro, que conquistabas a la mujer con la palabra?
-Es cierto —respondió el gran amador—. Tenía una serie de palabras que seducían a las mujeres, y las dejaban rendidas ante mí.
-¿Qué palabras eran ésas?
—preguntó con ansiedad el joven.
-Te las diré —le contestó don Juan—. Eran éstas: “Mmm”. “¿De veras?”. “¡Qué interesante!”. “¿Cómo es posible?”. “¿En serio?”. “¡No lo puedo creer!”.
El muchacho puso gesto de que no había entendido. Le explicó don Juan:
-Lo que quiero decirte es que yo no conquistaba a las mujeres hablándoles. Las conquistaba oyéndolas. Para una mujer no hay hombre más seductor que aquel que sabe oírla.

¡Hasta mañana!...

La Tigresa en líos con la ley

“... ‘La Tigresa’ en líos con la ley...”.

Como está en la ancianidad
la belicosa mujer,
esa ley tiene que ser
la ley de la grave-edad.

domingo, 29 de marzo de 2009

La mujer que parió a 25

Presente lo tengo Yo

La Revolución lo que más dio fue anécdotas. Quizá no rindió todos los frutos que los hombres que hicieron la Revolución esperaban de ella, pero anécdotas dio muchas. Quizá no todas sean verdaderas, pero ésta que cuento ahora sí lo es.

Una muy importante victoria militar acababa de conseguir el general Pablo González.

Fatigado, llegó con sus hombres a un pequeño pueblo de Nuevo León. Quería descansar unos minutos, dar agua a los caballos y seguir luego con rumbo a Estación Leal, donde se hallaba un fuerte destacamento federal.

Iba por la calle principal cuando una mujer morena, de mediana edad y gordezuela, comenzó a gritarle desde la acera mientras seguía el paso de la cabalgadura que montaba el general:

-¡Don Pablo! ¡Don Pablo!

No la escuchaba él, de modo que llegó la mujer al edificio de la Presidencia Municipal, donde estaba ya Pablo González:

-¡Señor! —le dijo poniendo ansias y angustias en su voz—. Sus hombres hicieron prisioneros a veinticinco inditos yaquis. Ahí los tienen, general, en el paredón, y ya los van a fusilar.

Pobrecitos, general, los federales los cogieron en la leva. No hablan español, y las botas las traen colgadas del pescuezo, porque ni las saben usar.

¡Sálvelos, señor, que no los vayan a matar!

El general ordenó que trajeran a su presencia a aquellos hombres.

Tan pronto los vio supo que no eran indios yaquis, y mejor lo supo cuando oyó a la mujer que les decía en baja voz:

-Háganse chaparros, tarugos, y no hablen nada, para que el general crea que son yaquis.

Se sonrió el general. Aquellos no eran yaquis, naturalmente. Pero eran pobres todos, infelices que fueron arrancados de sus parcelas por los federales y obligados a combatir por algo que ignoraban.

Así, el general González ordenó:

-No fusilen a estos hombres. Mándenlos a la retaguardia y que ahí los traigan cortando leña y cuidando a los caballos hasta que sepamos a qué atenernos con ellos.

Cuando el general González salió del pueblo una hora después, la mujer lo seguía cogida del estribo al tiempo que le decía jubilosa:

-¡Dios lo bendiga, general! ¡Es usted muy bueno!

-Dios te bentiga a ti —le respondió el general a la mujer—. Acabas de parir a veinticinco mexicanos.

Y se alejó al frente de sus hombres.

En las últimas casas del pueblo quedaba la mujer, haciendo la señal de la cruz con la mano extendida en una fervorosa bendición.

Historias de la creación del mundo

En el principio el Sol y todos los planetas estaban fijos en la bóveda celeste. Ninguno se movía.
Pero el Señor creó la tierra, y puso en ella árboles y plantas.
Flores puso también. Entre ellas el girasol.
Sucedió, sin embargo, que el girasol no giraba. No podía hacerlo, porque el Sol estaba fijo. La flor se entristecía y marchitaba, porque no se podía mover.
Entonces, el Señor, compadecido, hizo que el Sol empezara a dar vueltas, para que el girasol girara y no estuviera triste ya.
Eso explica el curso del Sol alrededor de su órbita, y explica también el movimiento de los demás planetas y astros.
Todo eso no lo explica Copérnico, ni lo explica tampoco Galileo.
Todo eso lo explica el girasol.

¡Hasta mañana!...

Grata impresión dejó Hillary Clinton en México

“... Grata impresión dejó Hillary Clinton en México...”.

Lo que fue más aplaudido
por los hombres, supe yo,
fue —una encuesta lo mostró—
que perdonó a su marido.

sábado, 28 de marzo de 2009

El suspiro. Suspiremos por él.

Presente lo tengo Yo

¿Habrá alguien que suspire todavía? Cosas de ayer han desaparecido: el baúl o castaña, aquella alta garrocha que servía para quitar las telarañas, la vara de varear... ¿También desaparecieron los suspiros?

Antes la gente suspiraba, especialmente las mujeres. De súbito perdían la mirada en el confín del mundo y luego exhalaban un suspiro. Suspiraba doña Rosita la Soltera en la preciosa evocación lorquiana; suspiraba la salmantina de rubios cabellos y ojos que parecen pedazos de cielo al evocar a su seminarista de los ojos negros; suspiraba lánguidamente doña Inés al escuchar las ardientes palabras de don Juan: “... Mira aquí a tus plantas pues, / todo el altivo rigor / de este corazón traidor / que rendirse no quería, / adorando, ¡vída mía! / la esclavitud de tu amor...”. (¡Caramba, con eso hasta yo suspiro!).

El diccionario de la Academia da una feísima definición de esa palabra tan hermosa. “Suspiro: Aspiración fuerte y prolongada seguida de una espiración, acompañada a veces de un gemido, y que suele denotar pena, ansia o deseo”. Esa anatómica descripción es muy prosaica, y no ayuda a entender el suspirar. En mi opinión el suspiro es sobre todo la callada expresión de la nostalgia. Una canción que ahora recuerdo, “Yes, I remember it well”, de la comedia musical “Gigi”, cantada magistralmente por Hermione Gingold y Maurice Chevalier, debe obligadamente acabar con un suspiro. Después de recordar, a suspirar.

Antes los suspiros eran muy poéticos, y también bastante musicales. Oigamos suspirar a Gustavo Adolfo Bécquer: “Los suspiros son aire y van al aire, / las lágrimas son agua y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor se olvida: ¿sabes tú a dónde va?”. Escuchemos también este suspiro en forma de hermoso madrigal. Lo suspiró el mexicano Luis G. Urbina, conocido por sus amigos como “El viejecito”:

“Era un cautivo beso enamorado / de una mano de nieve que tenía / la palidez de un lirio desmayado / y el palpitar de un ave en agonía. / Y sucedió que un día / aquella mano suave, / de languidez de lirio, / de palidez de cirio/ de palpitar de ave, / se acercó tanto a la prisión del beso / que ya no pudo más el pobre preso / y se escapó. Mas con voluble giro / huyó la mano hacia el confín lejano. / Y el beso, que volaba tras la mano, /rompiendo el aire se volvió suspiro”.

He recordado estos versos de memoria, de modo que algún error pueden tener.

El compositor norteamericano Herman Hupfeld (1894-1951) escribió su canción “As time goes by” para la película “Everybody’s welcome”, estrenada en 1931.


Nadie recuerda esa película. Sin embargo es imposible olvidar “Casablanca”, con Ingrid Bergman y Humphrey Bogart (1942), en que la canción apareció otra vez, y de ahí a la eternidad. Digamos una vez más, por cierto, que Bogey nunca dijo en la película aquella famosa frase que se le atribuye: “Play it again, Sam”, “Tócala otra vez, Sam”, al pedir al pianista Dooley Wilson la interpretación de aquella suspirosa canción, “As time goes by”:

“You must remember this: / a kiss is still a kiss, / a sigh is just a sigh. / The fundamental things apply / as time goes by...”.

¿Intentaré traducir lo intraducible? “Debes recordar esto: un beso es siempre un beso; un suspiro es solamente un suspiro. Al paso del tiempo las cosas fundamentales cuentan...”.

Un suspiro sería el mejor colofón para esas líneas.

Un hombre veía pasar las nubes

Un hombre veía pasar las nubes.
No hacía otra cosa más que ver pasar las nubes.
A fuerza de ver pasar las nubes se volvió filósofo.
Un día escribió el hombre:
“¡Cómo pasan las nubes!”.
Arriba, una nube miraba pasar a los hombres.
No hacía otra cosa más que ver a los hombres pasar.
A fuerza de verlos pasar la nube se aficionó a la filosofía.
Un día escribió:
“¡Cómo pasan los hombres!”.

¡Hasta mañana!...

Hillary Clinton tuvo una reunión con becarias mexicanas

“... Hillary Clinton tuvo una reunión con becarias mexicanas...”.

Cosa rara, a mi entender,
y de ésas extraordinarias:
yo pensé que a las becarias
no las podía ni ver

viernes, 27 de marzo de 2009

Recuerdos para olvidar

 Presente lo tengo Yo

Ahora que se cumplió el décimo quinto aniversario del asesinato de Colosio pensé que desde Obregón ningún otro candidato a la Presidencia de la República había sido asesinado. Y recordé ese crimen, el de “La Bombilla”. Obregón fue muerto a balazos por el católico Toral. Como autora intelectual del homicidio fue señalada la Madre Conchita, que, ahora olvidada, gozó de fama durante mucho tiempo, para unos de criminal, para otros de confesora de su fe.

La Madre Conchita se llamaba Concepción Acevedo de la Llata. Cuando José de León Toral, el matador de Obregón, la conoció, le maravillaron su sencillez y la confianza que inspiraba. Alguien le había hablado ya de la monja, una singular religiosa que en aquellos años —los veintes del pasado siglo— asombraba a algunos, y aun los escandalizaba, por su costumbre de hablarle de tú a todo el mundo.

La monja se había especializado en algo que podría llamarse “la dirección de almas’’. No le correspondía esa función, tradicionalmente reservada a los sacerdotes; pero en ciertos círculos, sobre todo femeninos, el consejo de la religiosa era sumamente apreciado. Le gustaba mucho consolar a quienes sufrían alguna aflicción, y era buena mediadora para arreglar problemas de familia.

Toral recibió de ella, lo dije ya, una impresión muy grata. Solía ir a misa a la casa donde estaba oculta la Madre Conchita, y en varias ocasiones le llevó personas necesitadas de una palabra de orientación. Se hablaban de tú los dos. Cuando después del asesinato de Obregón fueron detenidos, se les dejó solos, pero con vigilancia. Los detectives se asombraron al oírlos tutearse, y de ahí sacaron una conclusión que dieron por segura: Toral y la Madre Conchita eran amantes.

Ellos sufrieron mucho al enterarse de esa calumnia. La verdad es que el tuteo no era resultado de un trato frecuente, y mucho menos íntimo, sino de la costumbre de la Madre Conchita de tutear a todos y de pedir que a ella también le hablaran de tú.

Toral jamás comunicó a la monja su intención de asesinar a Obregón. A nadie dijo lo que pensaba hacer.

Dejó de recurrir al sacramento de la confesión, pues supuso que en conciencia estaba obligado a revelar su pensamiento como pecado de intención, y no quería que ni siquiera el confesor, obligado como estaba a guardar el secreto, conociera su propósito. A su muy cercano amigo Manuel Trejo, a quien pidió una pistola, le dijo que era para tirar al blanco.

Toral fue, pues, un asesino solitario. Nadie conspiró con él para planear el crimen, ni éste —como supusieron las autoridades de entonces— fue fruto de un cuidadosísimo complot.

Eso sí: estuvieron con Toral cientos de miles de católicos que pensaban, como pensó él, que sólo la muerte de Obregón podía solucionar el tremendo conflicto entre la Iglesia y el Estado, conflicto que tantas vidas estaba costando. Estaban trágicamente equivocados. Obregón, a diferencia de Calles, pensaba que el conflicto con la Iglesia debía solucionarse ya, y había confiado a amigos muy cercanos su intención de arreglar ese problema tan pronto llegara a la Presidencia.

El asesinato de Obregón, entonces, no arregló nada, y todo lo complicó. Quienes recurren a la violencia de las armas —aunque sea con bendiciones episcopales, como fue el caso del también casi olvidado Marcos— agravan los problemas en vez de resolverlos.

Llega el viajero a Brunswick

Llega el viajero a Brunswick, y en la catedral de San Blas mira el sepulcro del rey Enrique y de su esposa Matilde Plantagenet, hermana de Ricardo Corazón de León.

El escultor que labró las dos efigies parece haber incurrido en contradicción, pues mientras las cabezas de los personajes descansan en sendos almohadones, sus pies se posan sobre peanas, como si las figuras, yacentes, estuvieran en posición vertical.

Yo no hallo contradicción alguna. El artista nos está diciendo que quien murió sigue viviendo. Entre la vida y la muerte no hay frontera; las dos son parte de un círculo sin fin. La vida es el principio de la muerte; la muerte es el comienzo de una nueva vida.

Sin hablar, esas estatuas le dicen al viajero muchas cosas.

¡Hasta mañana!...

Hay hermosísimas mujeres de 40 años

“... Hay hermosísimas mujeres de 40 años...”.

Y no termina la cuenta.
Si la belleza se siente
las hay de 15, de 20,
30, 50, 60...

jueves, 26 de marzo de 2009

El satánico Ruelas

Presente lo tengo Yo

Tengo entre mis tesoros un dibujo original de Julio Ruelas. En él se ve a un demonio que tiene enredada al torso una serpiente de abiertas fauces amenazadoras. Apoya el maligno un pie sobre una calavera; lo ciñe por todos lados una guirnalda de espinas.

No es feo ese demonio, antes bien tiene el aspecto de un hermoso fauno. Sus cuernos, apenas esbozados, más parecen adorno del peinado que astas demoníacas. Su rostro es varonil: una mujer lo encontraría bello.

A Ruelas le gustaba pintar al diablo. El dibujo que tengo lleva un extraño nombre: se llama “Balada a Satán”. No sé si haya sido ilustración para la portada de un libro; en todo caso es una obra magnífica, de lo mejor —estoy seguro— que salió de la pluma de ese gran artista.  
    
De él habla el poeta José Juan Tablada en “La feria de la vida”, que así se llaman sus memorias. Fue compañero de escuela del dibujante cuando ambos tenían 12 años de edad. Ruelas había inventado un curioso juguete al que llamó “titirimundi”. Consistía en varios rectángulos de papel cuyas puntas se doblaban. Llenos de dibujos, al combinarse así formaban extrañas visiones de hombres con cabezas de animales, o de bestias fantásticas con testa humana.

Al terminar la primaria los dos muchachillos se inscribieron en el Colegio Militar, pero no duraron ahí: la disciplina militar no era para ellos. Una vez Ruelas le dijo a Tabalda:

-Está bien jugar a los soldaditos, pero no todo el año.

En Alemania perfeccionó su arte el futuro gran ilustrador. Quizá eso explica sus caprichos, parecidos a los de Goethe en “Fausto”. Le daba por pintar cosas lúgubres y extravagantes: ahorcados; mujeres desnudas llenas de heridas sanguinosas; monstruos nacidos como de una pesadilla o de un delirio causado por alucinógenos. He oído decir que Ruelas solía buscar esos “paraísos ratifícales”, y que era rendido admirador de los poetas franceses que aspiraban el perfume de las flores del mal.

(Rebuscado eufemismo es éste último, pero me pareció mejor que decir: “los poetas franceses que se ponían motorolos”).

El dibujo de Ruelas está junto a un ángel dibujado a lápiz por Rubén Herrera. La señorita Carolina Sánchez, hija de don Francisco, el maestro que descubrió el talento del notable pintor, me aseguraba que ese dibujo es la primera obra que su autor firmó. Lo hizo sencillamente con su primer nombre: Rubén.

¡Qué contraste el de esos dos dibujos! Junto al demonio y la serpiente, el ángel, cuya belleza es la de una mujer y cuyas alas se elevan sobre el arpa que tañe la celestial criatura. En los dos dibujos, sin embargo, se advierte igual talento.
 
Destacó más el de Ruelas porque vivió en la Capital. Si allá hubiera ido Rubén Herrera seguramente habría alcanzado brillo igual.

Hay un símbolo en la cercanía de ambos dibujos, pues todos tenemos algo de ángel y algo de demonio. Por eso no desentonan esas dos pequeñas obras de arte, la del saltillense y la del dibujante de Satán.

Historias del señor pérez y de su trágica lucha contra La Burocracia

El señor pérez se atrevió a preguntarle al Funcionario del Estado por qué no había empleos.

Contestó El Funcionario:

-Por la recesión.

El señor pérez, temblando, le preguntó al Funcionario del Estado por qué no había pan.

Explicó El Funcionario:

-Por la recesión.

El Funcionario del Estado le exigió al señor pérez que pagara sus Impuestos de siempre, más otros nuevos que por causa de la recesión se habían creado.

El señor pérez, llorando, dijo:

-No puedo pagar los Impuestos, por la recesión.

Ceñudo, preguntó El Funcionario del Estado:

-¿Cuál recesión?

¡Hasta mañana!...

Preparan el certamen de Miss Universo

“... Preparan el certamen de Miss Universo...”.

Algunos críticos drásticos
sugieren —y yo también—
que los premios se los den
a los cirujanos plásticos.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Evocación de don Paco

Presente lo tengo Yo

Conocí a John Brunetti en la Universidad Interamericana de Cuquita Galindo. Él era titular de la cátedra de Filología Hispánica en la Universidad de Chicago. Yo acababa de terminar la prepa en el Ateneo. Pero el doctor Brunetti era mi alumno, y yo su maestro. Así eran las cosas en la Universidad Interamericana de Cuquita Galindo.

Hicimos buena amistad. Él hablaba un excelente español.

Lo hablaba con un acento ronco, casi amenazante, porque lo había aprendido viendo películas mexicanas, y entonces su hablar tenía tonos indios: del Indio Fernández y el Indio Bedoya. Buena persona John Brunetti, que cuando te preguntaba: “¿Cómo estás?” se sentía obligado a fruncir el ceño y levantar la ceja al modo de Pedro Armendáriz, por pensar que así se debía hablar el español.

En 1967 yo estudiaba en la Universidad de Indiana. John me invitó a pasar la Navidad con su familia. Fui, y para celebrar mi llegada me llevó directamente del aeropuerto al bar de “The Palmer House”, el hotel de mayor tradición en Chicago. No sé si le faltamos al respeto a esa tradición, el caso es que nos pusimos una borrachera de órdago.

Al día siguiente de la noche anterior le dije:

-Lástima que no estemos en

-Espera un poco —respondió.

Fue a la cocina, y regresó poco después con un humeante plato de sabrosísimo menudo que me supo a gloria. Le pregunté, asombrado:

-¿De dónde lo sacaste?

Me llevó a la cocina, y me mostró la despensa. Todo un anaquel estaba lleno con latas de productos Alanís. Me dijo:

-Cada vez que voy a México paso por Saltillo y me traigo un veliz lleno de estas latas. Así no extraño la comida mexicana.

Muchas cosas buenas hizo don Francisco Alanís a lo largo de su vida. Dio a Saltillo uno de sus mayores orgullos, el de las viandas sabrosísimas que nos dio a gozar, y que tenían fama en todas partes.

Fue don Paco —¿alguien lo habrá dicho?— un excelente cerrajero. Hacía una llave con la cual podía abrirse cualquier puerta. Esa llave maestra es el riquísimo chicharrón de aldilla, espléndida gala de gula que sólo aquí se hace, y cuyo sabor mirífico basta para volver propicia la más áspera y rigurosa voluntad. Alguna vez hube de ver a un funcionario de la Ciudad de México.

Tenía ese señor fama de intratable, de hosco.

-Llévale una caja de chicharrón de aldilla de Alanís —me aconsejó mi tocayo Armando Castilla—. Si lo prueba no sólo volverá a recibirte cuantas veces quieras: él te llamará.

Así pasó, en efecto. En adelante cuantas veces fui a ver al dicho señor me recibía de inmediato, y antes de saludarme veía con disimulo si llevaba yo el obsequio. Terminada la entrevista —siempre provechosa—, me despedía amablemente, y me decía:

-Vuelva pronto. Y no se le olvide mi cajita.

Extrañaremos la gentileza, el señorío, la extraordinaria calidad humana de don Francisco Alanís. Envío a su señora esposa, a sus hijos y nietos, a toda su familia, la expresión de mi sentimiento por esta pérdida que es de ellos, sí, pero que es también de Saltillo, la ciudad a la que don Paco enriqueció con su vida, con su trabajo, con su ejemplo.

El padre Soárez charlaba con el Cristo de su iglesia

El padre Soárez charlaba con el Cristo de su iglesia.

-Señor —le preguntó con voz de pesadumbre— ¿por qué hay en el mundo tan poca religión?

-Que eso no te inquiete, padre Soárez —lo tranquilizó el Cristo—. Cosas muy malas suceden ahí donde hay demasiada religión. Prefiero que los hombres vivan con poca religión —pueden ser buenos aun sin ella— a que se maten o envilezcan en nombre de la religión.

-Caramba, Señor —se rascó el padre Soárez la cabeza—. A veces no te entiendo.

-Me lo explico —respondió el Señor sonriendo—. Quizá la demasiada religión te ha vuelto un poco ciego. Aparta esa hojarasca de teologías y rituales, y entonces mi mensaje se te aparecerá sencillo y claro. Mi palabra, aunque ustedes la hayan enturbiado, es palabra de amor. Y el verdadero amor nunca es difícil de entender.

¡Hasta mañana!...

Luis Donaldo Colosio: a 15 años de su muerte

“... Luis Donaldo Colosio: a 15 años de su muerte...”.

En los actuales momentos
ese día funerario
también es aniversario
de muchos remordimientos.

martes, 24 de marzo de 2009

¿Eres virgen?. Sí, pero sin fanatismos (II)

Presente lo tengo Yo

Tengo pequeños paraísos a los que acudo cada vez que puedo. Uno de ellos es la calle de Donceles, en el centro histórico de la Ciudad de México. Cinco o seis veces cada mes voy a la Capital, a perorar. Generalmente mis presentaciones son por la noche.

-¿A qué horas quiere que le pongamos su vuelo de venida, licenciado?

-A las 7, por favor.

-Perdone, licenciado: la conferencia es a las 9 de la noche. Si sale usted a las 7 de la tarde no va a llegar a tiempo.

-No. Quiero decir que me pongan el vuelo a las 7 de la mañana.

Y es que volando a esa hora llego a México al filo de las 8 y media. Así tengo todo el día para mí, y puedo visitar mis paraísos en esa ciudad que ayer fue de los palacios y hoy es de las manifestaciones.

Entre esos paraísos, dije, está la calle de Donceles. Ahí se hallan algunas de las mejores librerías de viejo que en parte alguna se pueden encontrar. En una de ellas di con un curioso librito que se llama “La noche de bodas”. Editado a fines de los años veintes del pasado siglo, contiene sabias advertencias para quienes van a contraer matrimonio, sobre todo para los varones. Reí como loco —es decir reí como sabio— cuando leí algunas de las páginas de ese libro.

Especialmente el capítulo relativo a la virginidad es abracadabrante, o sea fantástico y sorprendente. Si digo lo que ahí dice, ustedes me dirán que no es posible que lo diga.

Transcribo entonces, palabra por palabra, algo de lo que en ese libro leí:

“... Hay quien pretende haber adquirido por la experiencia suficientes luces para juzgar de la virginidad o la desfloración de una joven sólo con su examen exterior.

Demócrito era una de esos profundos adivinos, cuyo encuentro no debía ser muy agradable a las mujeres. Refiérese que habiendo saludado un día a una muchacha dándole tratamiento de doncella, al día siguiente volvió a saludarla como si fuera casada, por conocer en el aspecto de su rostro que la noche anterior había perdido su virginidad.

“Cuéntase también que había en Praga un monje que por el puro olfato podía distinguir, sin equivocarse nunca, a una mujer virgen de otra que no lo era. Ciertamente la naturaleza no concede a muchos individuos ese don que permite descubrir, por las emanaciones del organismo, los cambios que el cuerpo experimenta...”.

Seguidamente el sesudo autor de “La noche de bodas” enumera una serie de indicios por los cuales se puede saber indubitablemente si una mujer es señorita o no:

“Indicios de virginidad-. Ojos: alegres y levantados. Globo de los ojos: brillante. Nariz: carnosa. Voz: clara y bien timbrada. Cuello: delgado. Senos: medianos. Pezón: color de rosa. Vello: liso. Orina: clara.

“Indicios de desfloración-. Ojos: tristes y bajos. Globo de los ojos: empañado. Nariz: afilada. Voz: bronca. Cuello: más grueso. Senos: abultados. Pezón: rojo oscuro. Vello: retorcido. Orina: turbia”.

En este punto no puedo ya seguir. He recordado sin querer a la señora que le contó a una vecina: “Poco después de que murió mi esposo me visitó un compadre. En la sala me dijo que yo le gustaba. Y yo seria seria. Fuimos al comedor. Ahí me volvió a decir que yo le gustaba mucho. Y yo seria seria. En la cocina me dijo lo mismo: que yo siempre le había gustado. Y yo seria seria. Luego fuimos a la recámara, y me repitió la misma cosa: que yo le gustaba”. Le dijo la vecina: “Y usted ¿seria seria?”. “No —respondió la viuda algo apenada—. Ahí sí ya me ganó la risa”. Pues a mí también la risa ya me ganó. “Risum teneatis, amici?”, escribió Horacio en su Epístola a los Pisones. “¿Podéis, amigos, contener la risa?”. Yo no puedo.

Mejor continuaré mañana.

San Virila iba por el camino de la aldea

San Virila iba por el camino de la aldea a pedir pan para los pobres. La mañana era gris, soplaba el viento y hacía mucho frío.

Burlón, un incrédulo le dijo:

-Estoy helado. ¿Por qué no haces que salga el sol únicamente para mí?

Respondió el frailecito:

-El sol saldrá cuando deba salir.

En eso se oyó que alguien lloraba. Era una niña que se afligía porque su gatito había trepado a un árbol y no podía bajar. Traerlo era imposible: el minino se hallaba en una rama muy alta y muy delgada. San Virila se afligió junto con la pequeña. En eso se abrió una nube, y un rayito de sol bajó del cielo. Por él, como por una cuerda, subió el santo y trajo al gatito sano y salvo. Sonriendo le dijo al incrédulo, que lo miraba estupefacto:

-No necesitas pedir un milagro para que suceda.

¡Hasta mañana!...

Perdió en beisbol Estados Unidos

“... Perdió en beisbol Estados Unidos...”.

Mala noticia, lector,
que nuestra atención reclama.
A ver si el señor Obama
no viene de mal humor.

lunes, 23 de marzo de 2009

¿Eres virgen?. Sí, pero sin fanatismos.

Presente lo tengo Yo

Una de las innumerables manifestaciones del odioso machismo que las mujeres han debido padecer es la importancia que en nuestra cultura —o incultura— ha dado siempre el hombre a la virginidad de la mujer. No sé si todavía, pero antes el varón que se casaba exigía terminantemente que su novia llegara virgen al matrimonio (“Tú me quieres blanca; tú me quieres pura...”), aunque él llegara con la mancha de mil pecaminosas experiencias.

Experiencias, dije, y esa palabra es clave. En efecto, aun las mujeres consideraban deseable que los hombres hubiesen tenido muchas experiencias de contenido erótico antes de casarse. Eso, juzgaban, no sólo ayudaría a la dicha matrimonial: también evitaría que luego de casados los maridos anduvieran por ahí “de coscolinos”.

Las muchachas casaderas, entonces, cuidaban celosamente el tesoro de su virginidad. La guardaban, decía una frase consagrada, “para ofrendarla al hombre a quien darían el dulcísimo título de esposo”. Podían permitir ciertas libertades, pero siempre de la cintura para arriba.

“De la cerca todo; de la huerta nada”. Y siempre con cuidado y con medida. “Si regalas la leche —amonestaban las madres a sus hijas en edad de merecer—, después no podrás vender la vaca”.

Cuando alguna chica liviana de envases —por no decir ligera de cascos— hallaba quien se casara con ella, la gente hacía bromas sobre el incauto que la desposaba. “Habrá que regalarle una piñata —decían todos con irónica vulgaridad—, para que la noche de bodas tenga algo qué romper”.

Esto no es nuevo, desde luego. Nada es nuevo. La Celestina, uno de los primeros personajes de la literatura en lengua castellana, no sólo era zurcidora de voluntades, o alcahueta: se dedicaba también a zurcir virginidades, o sea a remendar el himen de las que se iban a casar y habían tenido ya dimes y diretes de colchón. Todavía hasta hace poco aparecía en un periódico regiomontano el anuncio de cierto consultorio médico que en un pueblo cercano a Monterrey ofrecía esa labor de hilo y aguja a las muchachas descosidas. (“Se garantiza absoluta discreción”).

Con eso de la liberación femenina, que muchas cosas buenas tiene, y otras no tan buenas, la mujer ha cobrado conciencia de su dignidad y del derecho que la asiste para pedir igualdad ante el varón. La virginidad, entonces, se mira ahora en otra perspectiva, y se piensa que el hombre no debe exigir a la mujer aquello que él no puede dar.

-¿Eres virgen? —le preguntó con solemnidad el novio a su flamante mujercita al empezar la noche del connubio.

-Y tú —le contestó ella desafiante— ¿eres San José?

Pero estos tiempos ya son otros. En los míos la virginidad de la mujer estaba rodeada de risibles mitos. Pensábamos, por ejemplo, que se podía saber si una mujer era o no virgen por su modo de caminar. Un cierto amigo mío que se las daba de sabio en esas cosas, nos señalaba a las muchachas que paseaban por la calle de Victoria, y nos decía con tono inapelable:

-Ésa es señorita... Aquélla no... Ésa tampoco...

Nosotros, adolescentes, abríamos la boca con admiración ante tamaña muestra de sabiduría. El pasmo llegó a su fin cuando el amigo señaló a una muchacha que iba adelante de nosotros, y dijo que era la menos señorita de todas las que ya no eran señoritas. Nos apresuramos para alcanzarla y ver quién era aquélla que tan perdida y arruinada tenía la gala de su doncellez, y resultó que era una hermana de nuestro amigo.

Sic transit gloria mundi.
 
(Seguirá).

“El Gran Arquitecto del Universo”

Me gusta la expresión que los masones usan para nombrar a Dios: lo llaman “El Gran Arquitecto del Universo”. Todas las cosas, en efecto, parecen estar sujetas a una sabia arquitectura que les da orden y belleza. La arquitectura, dijo Schelling, es música congelada. En la naturaleza hay una especie de armonía musical que se advierte en la sucesión de los días y las noches, de las estaciones del año, de la vida y de la muerte.

La primavera es el allegro de la armoniosa sinfonía. Esas voces de amor que son las flores; la verde nota de la hierba y de los nuevos brotes en el árbol; el restallido de la eterna vida que late en los seres y las cosas, todo es parte de aquella música de las esferas que intuyó el filósofo.

He abierto la ventana de mi estudio, y entra por ella la música del mundo, hecha de sol, de brisa, de mañana azul. En medio del sonido y la furia de lo humano, entre las ruinas que causa la maldad del hombre, las armonías puestas en el universo por aquel Gran Arquitecto nos hablan de un ordenado curso que todo lo lleva —y que nos lleva a todos— a cumplir nuestra vocación final: el bien.

¡Hasta mañana!...

México toma represalias contra Estados Unidos

“... México toma represalias contra Estados Unidos...”.

A una elefanta subió
—dice el cuento— una hormiguita.
La elefanta barritó,
y la hormiga se inquietó:
-¿Qué? ¿Te dolió, mamacita?

domingo, 22 de marzo de 2009

Casada y virgen (sobre todo virgen)

Presente lo tengo Yo

¿Dónde sucedió esto que quizá no sucedió? Pudo suceder —o pudo no suceder— en cualquier parte, hasta en Saltillo. Aquí están pasando cosas que habrían hecho exclamar a nuestros abuelos: “¡Haiga cosas!”. Así decía la gente de antes para manifestar asombro o extrañeza. También decía: “¡Adió!”.

Sucede que se casaron un hombre y una mujer. Hago esa precisión, “un hombre y una mujer”, porque conforme a la legislación vigente en el Estado ahora se pueden casar un hombre y una mujer, un hombre y un hombre, o una mujer y una mujer. A mí eso me parece bien, con tal de que la gente se case. Formalidad ante todo, digo yo.

Se casaron, pues, un hombre y una mujer, por las dos leyes. Ambos eran ya algo maduros; pasaban quizá de los cuarenta; pero para casarse no hay edad, ni para descasarse. Después del matrimonio religioso se llevó a cabo el banquete de bodas. Contentos y felices estaban los novios —sobre todo la novia, con su nupcial atuendo— cuando de pronto irrumpió en el salón la policía. Dos hombres encabezaban al piquete de gendarmes, uno muy mal encarado; el otro peor.

-Está usted detenida —le dijo uno de ellos a la novia.
Ella se puso pálida. Preguntó con temblorosa voz:
-¿Por qué?

-Usted lo sabe bien —respondió el otro.
Y señalando al que lo acompañaba completó:
-El señor aquí presente la acusa del delito de bigamia.
 
En estos casos lo normal habría sido que la novia se desmayara. Pero lo que estoy relatando no es nada normal, de modo que la novia no se desmayó. Se volvió hacia el peor encarado y le dijo:

-Eres Zenón ¿verdad?
 
Respondió el otro con elocuencia sombría:

-Sí.

Entonces ella se dirigió a su azorado novio, que lo veía todo, estupefacto, y le dijo:

-Lo que estos señores dicen es verdad. Hace ya muchos años, cuando tenía yo 18, me casé con este hombre. Pero no fui su esposa nunca. El día que nos casamos peleó en la fiesta de bodas con otro, y lo mató. Huyó en el acto; no volví a verlo nunca, ni supe nada de él. Pasó el tiempo, y una hermana suya me dijo que había muerto. Ahora sé que me lo dijo para que ya no lo buscara yo, ni lo buscara la policía. Pero entonces le creí. Por eso cuando te conocí acepté ser tu novia, y luego casarme contigo. Te juro que jamás fui de él. Y te juro también que no lo quiero ya: te quiero a ti. Si no me crees haz lo que juzgues conveniente, que yo lo entenderé.

-Te creo —dijo el novio.

La historia tuvo final feliz. Esto merece destacarse, porque hay muchas historias de amor que tienen final muy infeliz. Después de sendos procedimientos tanto el anterior matrimonio religioso como el civil quedaron anulados. Los novios, sin embargo, no esperaron esa lenta y tardada anulación para consumar el suyo. Al hacerlo obraron muy bien. No quiero decir que consumaron muy bien su matrimonio; eso no lo sé, y pertenece a la intimidad de nuestros personajes. Allá cada quién con sus habilidades. Lo que quiero decir es que para consumar un matrimonio hay que consumarlo, y ellos lo consumaron prontamente, antes de que otra cosa sucediera, sin esperar solemnes declaratorias de la Iglesia y el Estado. Y qué bueno. Como decía también la gente de antes: “Más seguro, más marrao”.

Historias de la creación del mundo

El Creador hizo al pavo real.
Y comentó el Espíritu:
-Esto parece que lo hizo Cecil B. de Mille.
El Creador hizo al ornitorrinco:
Y opinó el Espíritu:
-Esto parece que lo hicieron los Hermanos Marx.
El Creador hizo al murciélago:
-Y dijo el Espíritu:
-Esto parece que lo hizo Bela Lugosi.
Preguntó el Creador:
-¿Quiénes son los Hermanos Marx, Bela Lugosi y Cecil B. De Mille?
Le contestó el Espíritu:
-A ellos los harás después.

¡Hasta mañana!...

Diputado del PAN se hace arreglar la dentadura por cuenta del Congreso

“... Diputado del PAN se hace arreglar la dentadura por cuenta del Congreso...”.

Uno se lleva sorpresas.
Admito sin alharacas
que debo pagar las placas,
pero no creo que de ésas.

sábado, 21 de marzo de 2009

Breviario de brevedades

Presente lo tengo Yo

El aforismo es una frase breve. Pero si digo: “El aforismo es una frase breve”, eso no es un aforismo, aunque sea una frase breve. El aforismo ha de ser sentencioso, es decir, proponer algo que se juzga verdad para la vida, o para la práctica de una ciencia o un arte.

Escribir aforismos no es chiche de gallina, baba de perico, tortas y pan pintado o enchílame otra. Quiero decir que no es cosa fácil. Don Benito Juárez, con todo y ser tan inteligente, no pudo nunca hacer un aforismo, y eso que tenía una memoria privilegiada (Por eso hay tantas estatuas en cuyo pedestal se lee: “A la memoria de don Benito Juárez”). Pero el Benemérito no hacía aforismos. Su celebrado apotegma: “El respeto al derecho ajeno es la paz”, no es de él, sino de Benjamin Constant. Ningún dato muestra que el Benemérito le haya pagado regalías al escritor francés por el uso de tan bonita frase. Si Juárez no hubiera muerto todavía no pagaría.

El aforismo es un género muy poco cultivado. La brevedad, que en ciertos campos anatómicos es motivo de vergüenza, en literatura es cosa que se presume. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, predicó Gracián. Acabo de recibir un libro —que agradezco mucho— con una selección de aforismos hecha por Irma Munguía y Gilda Rocha.

He aquí algunos de esos aforismos, cada cual una pequeña verdad, una pequeña sonrisa, un pequeño poema... o una pequeña desazón:

- El historiador, si no es poeta, miente hasta cuando dice la verdad; pero si es poeta dice la verdad aunque mienta. (José Bergamín).

- Quien habla en nombre de los otros es siempre un impostor. (E. M. Cioran).

- Las nubes son los sueños de las montañas. (M. Sotomayor).

- El ministro religioso deposita su maldición sobre los mejores goces. (William Blake).

- En arte, un mal adulterio es mejor que un buen matrimonio. (Jaime Torres Bodet).

- Nada se edifica sobre la piedra; todo se edifica sobre la arena. Pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena. (Jorge Luis Borges).

- No recordamos los días: recordamos los instantes. (C. Pavese).

- ¿Qué puede la razón contra un error que te hace feliz? (Honorato de Balzac).

- Entre los árboles, junto al lago, la casa. De la chimenea sale un hilo de humo. Si no saliera ¡qué desolación serían la casa, los árboles y el lago! (Bertold Brecht. Este aforismo me hizo recordar una bellísima acuarela que me regaló ese gran artista que es Alfonso Gómez Lara).

- El arte es para limpiarnos los ojos. (K. Krauz).

Excelente libro éste, de aforismos. Con una linda añadidura: el nombre de quien diseñó la portada. Se llama Rayo de Lourdes.

Aquel hombre empezó a contar los pasos que daba

Aquel hombre empezó a contar los pasos que daba:
-Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
No iba a ninguna parte sin contar sus pasos:
-Mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro, mil cinco, mil seis...
Siempre que caminaba iba contando:
-Un millón uno, un millón dos, un millón tres, un millón cuatro, un millón cinco, un millón seis...
Jamás dejó de contar sus pasos:
-Un billón uno, un billón dos, un billón tres, un billón cuatro, un billón cinco, un billón seis...
El día que le llegó la muerte aquel hombre sabía exactamente cuántos pasos había dado. Pero su cuenta estaba equivocada. Y es que no contó el último paso: el de la muerte. Sólo cuando damos ese paso sabemos —y saben los demás— si fue bueno nuestro paso por la vida.

¡Hasta mañana!...

Hay en Coahuila depósitos de gas metano

“... Hay en Coahuila depósitos de gas metano...”.

Leyendo el dato que cito
me pidió un lector sagaz:
-Sugiérales que a ese gas
le cambien el nombrecito.

viernes, 20 de marzo de 2009

La vida en patines

Presente lo tengo Yo

Cuando el señor don Nazario S. Ortiz Garza inició la construcción del edificio del Ateneo Fuente, un periódico local informó del suceso en esta forma: “El nuevo Ateneo estará situado en un punto entre Saltillo y Monterrey”. Y es que entonces nuestra ciudad acababa en la actual calle de Múzquiz, salvo por la estación del tren, de modo que la nueva ubicación del glorioso colegio parecía muy remota. Ahora puede decirse que el Ateneo está en el centro.

No vayamos tan lejos. Al principar la década de los ochentas fundé la Escuela de Ciencias de la Comunicación, y conseguí para ella un terreno al sur de la ciudad. A los muchachos les pareció tan lejano el sitio donde iban a estudiar que dijeron que a la inauguración del plantel iban a ir dos gobernadores: el de Coahuila y el de Zacatecas. Hoy Saltillo ha crecido tanto hacia ese rumbo que la escuela parece estar muy cerca.

El otro día me acordé en este espacio de Fred Astaire y Ginger Rogers. Esa misma noche estaba dale que dale con el control remoto de la tele, buscando a ver qué había, cuando en un canal americano me topé con una película de esa inmortal pareja. Se llama “Shall we dance”. Si no recuerdo mal, se exhibió aquí con el título de “Pies de seda”. En ese film se ve una de las más extraordinarias danzas de Ginger y Fred: los dos bailan un número de tap ¡en patines de ruedas!

Hubo un tiempo en que los patines eran un juguete fantástico y maravilloso. Únicamente los niños ricos los tenían. Por fortuna hubo un señor de nombre don David Linares, a quien se le ocurrió con gran visión crear la Villa Olímpica, un desarrollo al norte de Saltillo, más lejano aún que el Ateneo. Don David era empresario —entiendo que hacía medicamentos—, pero era también piloto aviador, y dueño del único avión que había en la ciudad, una avioneta seguramente Cessna.

En la Villa Olímpica don David puso una alberca para justificar el nombre de la empresa. La alberca tenía un alto trampolín de varios pisos, hecho de cemento.

Cierto día un farolón individuo anunció que iba a tirarse un clavado desde el último trampolín. Una expectante concurrencia acudió a ver esa proeza. Apareció el sujeto en elegante bata de baño que dejó caer, displicente. Luego, con estudiada lentitud, procedió a untarse no sé qué aceite brillador, a efecto de resaltar la profusa musculatura de su cuerpo.

Después procedió a subir al trampolín en medio del hondo silencio del público presente. Se asomó desde arriba con cuidado; miró la alberca, y luego, con rapidez maravillosa, bajó otra vez por la escalera y se metió a los baños sin siquiera recoger su bata.

Una sonora silbatina saludó aquella perfecta muestra de instinto de conservación. Desde entonces al tipo se le conoció en la ciudad con un curioso mote: “El subibaja”.

A más de alberca la Villa Olímpica tenía también salón para bailar. Ahí se hacían tertulias, o sea bailes vespertinos. Los domingos por la mañana la pista de baile se convertía en pista de patinaje, y entonces los niños que no teníamos patines podíamos patinar, después de ver el oso, el coyote y el águila que se aburrían en el precario jardín zoológico del establecimiento.

Todo se ha ido; todo: el águila, el coyote, el oso, los patines, las tertulias, la Villa Olímpica, la avioneta, todo... Pero de pronto ves una película, y es como si nada se hubiera ido. Vuelve a volar la avioneta de don David Linares, y vuelves a patinar tú. Todo se va y todo permanece, como en el río de Heráclito. La vida, que tan pronto acaba, es un cuento de nunca acabar.

Todos los gallos cantan así

Todos los gallos cantan así:

-Quiquiriquí.
Éste no. Este gallo decía al amanecer:
-Qui.
A mediodía continuaba:
-Qui.
Seguía por la tarde:
-Ri.
Y terminaba por la noche:
-Quí.
Le preguntaban los demás:
-¿Por qué no cantas como nosotros?
¿Por qué tardas tanto en cantar: “Quiquiriquí”?
Y contestaba el gallo:
-Porque no me gusta hacer las cosas en menos
que canta un gallo.

¡Hasta mañana!...

Diminuto murciélago

“... Descubrieron un diminuto murciélago en una nave que iba al espacio exterior...”.

El pequeño vagabundo
buscó en la nave un lugar.
Seguro quiso escapar,
porque ve cómo está el mundo.

jueves, 19 de marzo de 2009

Adivina, adivinador

Presente lo tengo Yo

He aquí una linda adivinanza. ¿La podremos adivinar?

Escuchen qué cosa y cosa
tan maravillosa es ésta.
Un marido sin mujer,
y una casada doncella.
Un padre que no ha engendrado
a un hijo a quien otro engendra.
Un hijo mayor que el padre.
Un casado con pureza.      
Un hombre que da alimentos
al mismo que lo alimenta;
cría al que lo crió, y al mismo
que lo sustenta, sustenta.
Manda a quien es su señor,
y en cambio a su hijo respeta.
Tiene por dueña una esclava,
y su esposa es una reina.
Celos tuvo, mas confianza;
seguridad y sospecha;
riesgos y seguridades;
necesidad y riqueza.
Decidme: ¿qué cosa y cosa
tan maravillosa es ésta?

¡Qué difícil adivinanza! Su autora es nada menos que Sor Juana Inés de la Cruz. La incluyó en sus “Romances”, y es en verdad una ingeniosa cábala. Veamos. ¿Cómo puede haber un marido sin mujer? ¿Cómo puede una mujer ser casada y al mismo tiempo doncella, es decir virgen? ¿Qué padre es ése que no ha engendrado a su hijo, el cual ha sido —¡qué misterio!—engendrado por otro padre? ¿Cómo puede un hijo ser mayor que su padre, y cómo puede guardar la pureza —es decir la viriginidad varonil— un hombre que se ha casado? ¿Quién es ése que da pan a quien le da el pan, que cría al que lo creó y que sustenta a aquel que es su sustento? ¿Cómo puede un hombre mandar a su señor y obedecer a su hijo? ¿Su dueña es una esclava, cuando su mujer es una reina? ¿Celos tuvo, y también confianza? ¿Recelaba, y a la vez tenía certidumbre? ¿Era al mismo tiempo rico y pobre?

Ya habrás adivinado la respuesta. Sor Juana nos está hablando de San José. Fue él esposo de María, pero sin que ella fuera su mujer. José era padre de Jesús, pero no lo engendró. El Hijo de Dios era mayor que su padre terrenal, pero lo obedecía. José tenía autoridad de padre sobre Jesús, pero lo veneraba como a su Salvador. De José recibía Jesús el pan terreno; de Jesús recibía José el pan sobrenatural. La esposa de José, es decir su dueña, era esclava del Señor, y al mismo tiempo Reina del Cielo. En un principio José sospechó de la pureza de María, pero luego creyó en ella. Siendo pobre carpintero tuvo en su casa la mayor riqueza: la presencia de Dios y de su Madre.

Hermosa adivinanza es ésta de Sor Juana, y muy propia para decirla en este día.

Felicidades a todos los Pepes, y reciban como regalo mío —sencillo pero lleno de afecto— esa bella joyita de la Décima Musa.

Este hombre vive solo en su jacal

Este hombre vive solo en su jacal, muy apartado de la gente. Los demás hombres recelan de él; no lo saludan las mujeres, y los niños le temen. Y es que este hombre mató a otro hombre. Es un asesino.

El hombre a quien mató se llamaba Pedro. Un día, ebrios los dos, se hicieron de palabras. Pedro le dio al otro un puñetazo que lo tiró por tierra. Se levantó el otro, sacó un puñal y lo clavó en el vientre de su enemigo. Pedro, deteniéndose con las manos las entrañas para que no se le salieran, se sentó a morir recargado en la pared.

Varios años estuvo en la cárcel este hombre, por su crimen. Cuando salió regresó al rancho. Nadie lo quiso ver, y hasta la fecha él a nadie ve, y con nadie habla. Saluda nada más con gesto hosco; sin palabras se toca el ala del sombrero.
Por las noches, en su jacal, bebe hasta emborracharse. Alguien cuenta que una vez lo oyó hablar en su embriaguez. Decía:

-Fíjate, Pedro, que...

¡Hasta mañana!...

Amparos interpuestos

“... Con actos legislativos intentarán frenar amparos interpuestos por los contribuyentes...”.

Esos actos se ven raros,
y muy fuera de lugar.
Lo que deberían frenar
son más bien los desamparos.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Recurso

De politica y cosas peores

Saltillo, mi ciudad, tiene una larga tradición teatral. De ella forma parte Manuel Acuña, a quien muchos confunden con pelotero de beisbol cuando leen en el pedestal de su estatua la inscripción: “Al vate Manuel Acuña”. Poeta malogrado, el autor del famosísimo “Nocturno” fue también escritor dramático, y dejó con su obra “El pasado” una acabada muestra de romanticismo escénico. Entre nuestros autores teatrales está igualmente aquél que comenzó a escribir un tremendo drama de los que se llamaban “culebrones”, a la manera de los que hacían Linares Rivas o D’Annunzio, llenos de situaciones trágicas y lacrimógenas. En su obra el escritor que digo puso adulterios, incestos, amores imposibles, relaciones tan intrincadas y confusas que llegó un punto en que ni él mismo pudo ya desenredar el hilo de aquel complicadísimo argumento. El hijo resultaba ser esposo de su tía; la tía venía siendo abuela de su padre; el cuñado se enteraba de que era novio de su mamá; el esposo de ésta —se descubría— no era su marido; y todo conducía a un inextricable embrollo de equívocos y trastrueques en que no se sabía quién con quién ni cuál con cuál. Los actores habían memorizado ya los dos primeros actos, y ni ellos ni el director alcanzaban a imaginar cómo el autor iba a desentrañar aquella maraña sin pies ni cabeza. Cierto día el escritor llegó al ensayo y anunció triunfalmente que había dado ya con el modo de resolver las situaciones y dar al drama un lógico final. “¿Cómo?” —preguntó el director muy intrigado. Respondió el dramaturgo: “En la última escena todos los personajes están en una fiesta. Llega un oso y se los come a todos”...

No andaba tan errado en su artificio aquel escribidor. También los dramaturgos griegos tenían su oso, aquel deus ex máchina que bajaba al escenario mediante un mecanismo de cuerdas y resolvía cuestiones difíciles o trágicas. Los mexicanos hemos inventado un recurso para usarlo cuando una elección se torna peligrosa. Ese recurso se llama “caída del sistema”. Lo acaba de usar el PRD, aunque en su caso el recurso no se llama “deus ex máchina”: se llama sencillamente “cochinero”. Yo tengo una tesis de política. Las derechas manejan muy bien la teoría, y fracasan en el terreno de la práctica. Las izquierdas, en cambio, son pragmáticas, y las teorías les importan una pura y celestila ingada, si me es permitida esa ática expresión. En general —no siempre— las derechas buscan aplicar principios éticos a la política, y muchas veces chocan frontalmente con una realidad en que la axiología no tiene cabida, siendo que debería tener cabida en todo. Las izquierdas, en cambio, actúan con absoluto pragmatismo. Para ellas el fin justifica los medios, y no vacilan en aplicar ninguno que los ayude a conseguir el poder, y a mantenerlo. La tesis que propongo explicaría las fallas que ha demostrado el PAN en el ejercicio del poder, por su falta de práctica, y explicaría también la ausencia de ética y legalidad en algunas acciones del PRD, por su despego de nociones teóricas pertenecientes al campo de los valores. Desde luego estoy generalizando —las teorías son siempre una generalización—, pero si mi argumento falla siempre estará el oso, el deus ex máchina, para sacarme de cualquier complicación...

Un hombre llegó al atestado consultorio médico y dijo en voz muy alta a la recepcionista: “Quiero ver al doctor, porque tengo un problema en la pija”. “¡Oiga! —le indica en voz baja la muchacha—. ¡Aquí no se puede hablar así!”. “Pues ¿cómo debo hablar?” —pregunta el individuo. “Con palabras que todos puedan oír —contesta la empleada—. Salga usted, vuelva a entrar y diga por ejemplo: ‘Quiero ver al doctor, porque tengo un problema en el oído’”. El tipo obedece. Sale, regresa, y dice en voz alta a la muchacha: “Quiero ver al doctor, porque tengo un problema en el oído”. La chica, ya tranquila, le pregunta: “¿Qué problema tiene en el oído, señor?”. Responde el sujeto: “Cuando meo me duele de a madre”...

FIN.

Finanzas

De politica y cosas peores

Doña Morsona Z. Cea, mujer de carnes abundosas, casó en segundas nupcias —era felizmente viuda— con un joven soltero bastante menor que ella, y sin ninguna ciencia de la vida. Al empezar la noche de las bodas doña Morsona se quitó la faja, con lo cual su profusa humanidad quedó desparramada por todo el tálamo nupcial, como una enorme amiba que se difundiera. La exuberante novia le tendió una mano a su flamante maridito, que la veía asustado, y le pidió con sugestivo acento: “Impericio: dime alguna palabra que contenga amor”. Le dice él, vacilante: “Amor...fa”...

En cierta ocasión Mahatma Gandhi se topó con el gran jefe indio Standing Bull. El insigne pacifista llevaba su humilde vestimenta, un lienzo blanco que le cubría el cuerpo. El piel roja, por su parte, lucía su penacho de plumas. Al verse los dos hablaron al mismo tiempo. Se dijeron uno al otro: “Qué raro. No pareces indio”...

El encuestador le preguntó al empleado: “¿Desde cuándo trabaja usted aquí?”. Contesta el tipo: “Desde que el jefe me amenazó con despedirme si no trabajaba”...

La señora, desolada, le dice a su marido: “¡Capronio! ¡Un alacrán le picó a mi mamá en la cama!”. “No me lo explico —responde pensativo el vil sujeto—. Yo le puse cinco”...

Hay frases de supuesta sabiduría que causan mucho daño. Una de las más nocivas es la siguiente: “Hay que tener lo que se debe, aunque se deba lo que se tiene”. Por hacer caso a esa funesta frase muchos imprevisores se han endeudado hasta el pescuezo, si me es permitida la expresión. Hay veces, desde luego, en que debemos recurrir al crédito, pero hemos de hacerlo en forma prudente, de modo de estar seguros de poder cumplir el compromiso. Hay quienes contraen deudas sin saber siquiera si las podrán pagar. (¿Ya se te olvidó que me debes mil pesos?”. “No, pero dame un poco más de tiempo y se me olvidará”). Luego andan, como decía la gente de antes, con el alma en un hilo y el Jesús en la boca. Lo mismo que sucede en el ámbito doméstico pasa en la cosa pública. Los estados del País que no tengan saneadas sus finanzas se verán en grandísimos apuros, pues no transcurrirá mucho tiempo sin que a causa de la recesión vean mermadas sus participaciones federales y otras percepciones, y estarán en problemas para enfrentar sus obligaciones, cubrir su gasto corriente y hacer obra. Entonces será el llanto y el crujir de dientes. En algunos casos la situación llegará a ser tan grave que los deudores ni siquiera tendrán dientes qué crujir, y no dispondrán de lo necesario para ponerse placas. El acabose. Lo mejor es no deberle nada a nadie. Eso no sólo ayuda a la economía: también ayuda a dormir bien...

En España el verbo “joder” significa “practicar el coito”. Currito, muchacho madrileño, estaba en vísperas de ingresar al estado matrimonial. Había algunas cosas acerca de las cuales no tenía noticia cierta, de modo que sostuvo con su progenitor una conversación de hombre a hombre. “Padre —le preguntó—, ¿cada cuándo los casados hacen el amor?”. “Te diré, hijo —respondió don Odoacro, que así se llamaba el genitor—. Al principio lo haces todos los días, y hasta dos o tres veces en el mismo día. Parece que no te vas a cansar nunca. Después las cosas se aquietan algo, y entonces haces el amor dos veces por semana, o tres. Pasa el tiempo, y empiezas a hacerlo un día por semana. Después lo haces una vez al mes. Luego una vez por año, si acaso. Al último terminas por no hacerlo nunca”. Pregunta de nuevo el muchacho: “¿Cómo es ahora tu relación con mi madre?”. Responde el señor: “Todas las noches tenemos sexo oral”. “¿Sexo oral? —se asombra el muchacho—. ¿Y todas las noches?”. “Sí —confirma don Odoacro—. Ella se va a su cuarto mascullando con mal humor: ‘¡Joder!’. Yo digo también: ‘¡Joder!’, y me encierro en el mío”...

FIN.

Me voy a divorciar de ti, por p...

Presente lo tengo Yo

La historia que voy a contar es real. Eso puede quitarle interés, pues la realidad suele ser poco interesante, al menos en lo general. ¿Por qué llegaron a interesar tanto los llamados “reality shows”? Porque no eran reales. Es cierto: a veces la realidad es la batalla de Waterloo, y entonces sí se pone interesante. Pero ésa es una excepción. En promedio la realidad es más aburrida que una charreada para el que no charrea.

Mi historia de hoy trata de dos señoras, amigas entre sí, que un día fueron a Las Vegas. Lo hacían frecuentemente; les gustaba mucho el juego. Distraían dinero del gasto; hurgaban en la cartera del marido; vendían esta joyita o aquélla; pero siempre se las arreglaban para tener billetes para el pasaje y la jugada.

Esa vez tuvieron mala suerte. Tan mala que no les quedó dinero ni para pagar la cuenta del hotel. Sus tarjetas de crédito estaban agotadas. Se les ocurrió entonces una idea desesperada. ¿Cuál es el modo más antiguo en que una mujer puede obtener dinero? Ése.

Fueron con un botones del hotel, le dieron una propina y le pidieron que discretamente difundiera el rumor de que había dos señoras en el hotel dispuestas a hacer pasar a cualquiera un agradable rato. El botones puso el asunto en conocimiento del concierge, y éste avisó a la gerencia: había dos prostitutas en el hotel. Antes de lo que esperaban las señoras recibieron en su cuarto la discreta visita de dos caballeros. Pero no eran clientes; eran policías. Las esposaron, las subieron a una patrulla y las llevaron a un cuartel policíaco. Ahí las ficharon y las metieron luego en una celda junto con otras maturrangas de todos colores y sabores. Y olores.

Tenían derecho a una llamada telefónica. Una de ellas llamó a su hermano y entre lágrimas le contó lo que pasaba: las habían detenido por error. Llegó el hermano al día siguiente. Contrató un abogado; ellas se declararon culpables ante un juez y pagaron la correspondiente multa. Con eso salieron de la cárcel y regresaron a sus hogares muy espichaditas, como se dice en lengua mexicana.

Pasaron unos meses. Llegó el de las vacaciones. Allá va a San Antonio la señora con su marido y sus pequeños hijos. Al pedir en la frontera el permiso de internación funcionó la computadora de la oficina de Migración americana.

-Usted y los niños pueden pasar —le dijo el gringo al hombre—, pero la señora no. -¿Por qué? —se sorprendió el esposo.

-Ejerció la prostitución en el estado de Nevada, concretamente en Las Vegas, y fue por ello objeto de deportación. Le está prohibido el ingreso a este país.

No dijo nada el marido; le contó a su mujer que había habido un problema con los pasaportes de los niños. Al regresar contrató a un investigador que fue a Las Vegas y averiguó toda la historia. El esposo invitó a cenar a la otra pareja y, juntos los cuatro en un restaurante de postín, dijo de pronto:

-Me voy a divorciar de ésta. Creyeron los otros que jugaba.

-Hablo en serio —repitió el otro dirigiéndose a su esposa—. Me voy a divorciar de ti.

-¿Por qué? —preguntó ella palideciendo.

-Por puta —respondió sin eufemismos el esposo—. Y creo —se dirigió al amigo— que tú también te vas a divorciar de tu mujer, por la misma causa.

Y así diciendo sacó las fichas policíacas de las dos. ¡Pobres prostitutas que ni siquiera llegaron a serlo! Imagina tú el final de esta historia verdadera; ponle el desenlace que se te ocurra. Pero aplica toda tu imaginación, porque aquí sí la realidad anduvo muy imaginativa.

¿Me sueñas, Terry, a veces, como te sueño yo?

¿Me sueñas, Terry, a veces, como te sueño yo?

Apareces de pronto, perro mío, en ese extraño territorio que los sueños son, y te miro como eras, alegre igual que el día, llenando la mañana con tus ladridos jubilosos.

Si tú me sueñas, di: ¿cómo me sueñas? Quisiera que me soñaras como en los sueños de la fe yo sueño a Dios: un amoroso padre que cuida a sus criaturas y quiere el bien para ellas.

Ningún amo está a la altura de su perro (ni siquiera si su perro es chihuahueño). Ustedes los perros, Terry, son siempre mejores que los hombres. No conocen el mal; nosotros lo sabemos de memoria. A pesar de eso tú me amaste con amor de perro, sin condiciones ni egoísmos. La próxima vez que te sueñe, Terry, te daré gracias por haber sido perro; por haber sido mi perro. Ahora que eres de Dios recomiéndame con Él. La tuya será una buena recomendación.

¡Hasta mañana!...

Apretarse el cinturón, recomienda el Presidente

“... Apretarse el cinturón, recomienda el Presidente...”.

Ciertamente Calderón
nos da consejos muy sanos.
Pero muchos mexicanos
ya no tienen cinturón.

martes, 17 de marzo de 2009

Trabajo y ahorro

De politica y cosas peores

Celiberia Sinvarón, Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras señoritas solteras, visitaban el jardín zoológico. De pronto un gorila escapó de su jaula; tomó en sus brazos a la asustada Himenia, y echándola por tierra empezó a saciar en ella sus selváticos instintos. Le dice con enojo Celiberia a la señorita Sinpitier: “¡Gorila idiota! ¡No sé qué le vería a Himenia que no tengamos nosotras!”...

Hubo un torneo internacional de arco y flecha. Los mejores arqueros del mundo se presentaron a la justa. A cada uno se le entregaron 10 flechas, y todos se dirigieron a hacer sus tiros al sitio que les correspondía. Luego los jueces fueron a revisar los blancos. El único que había clavado sus 10 flechas en el centro del blanco fue el arquero mexicano. Le dieron la medalla de oro, claro. Cuando el tipo volvió a México su esposa le preguntó cómo había logrado hacer 10 blancos perfectos, si era sólo un mediocre tirador. Responde muy orgulloso el mexicano: “Primero disparé las flechas y luego pinté los blancos”...

El cuento que sigue es para pescadores. Semés, sultán de oriente, sorprendió a Scherazada, una de sus odaliscas, en trance de coición con un hombre de estatura elevada, y musculoso. Hizo que los jenízaros apresaran al audaz sujeto y lo castraran. Tiempo después Scherazada le mostró a otra odalisca a uno de los guardias del harén, también alto y robusto, y le dijo que estaba en secreta relación con él. “¡Caramba! —exclama admirada la amiga viendo al toroso sujeto—. ¡Qué grande es!”. “Y eso no es nada —responde con orgullo Scherazada—. ¡Hubieras visto al que Semés capó!”...

He oído decir que San Pedro, municipio de Nuevo León aledaño a Monterrey, es el más rico municipio de México. Si lo es, enhorabuena, pues su riqueza es fruto de las dos virtudes que hicieron grande a la comunidad regiomontana: trabajo y ahorro. Quienes fundaron esa población nunca esperaron nada del Gobierno. A base de esfuerzo y sacrificios labraron su propio bienestar, y dieron a sus trabajadores beneficios que en mucho se adelantaron en los renglones de vivienda, salud, educación y seguridad social a los que luego implantaron los gobiernos llamados revolucionarios. San Pedro está en vísperas de elegir un nuevo alcalde. El PAN, en democrática elección interna, escogió a su candidato. Es Mauricio Fernández, quien ya desempeñó ese cargo, en el cual hizo un magnífico papel. Mauricio ganó a pulso la candidatura navegando contra la corriente central de su partido. Tiene el apoyo de sus conciudadanos, que saben de su experiencia y de su vocación de servicio. En asuntos electorales no debe uno hacer profecías, pero sí puede expresar buenos deseos. El mío es que este hombre excelente, que sabe de política y de administración —y que sabe también de arte—, reciba la oportunidad de seguir sirviendo a su comunidad...

Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, le hizo una proposición salaz a Teserina, muchacha muy devota. “No puedo hacer tal cosa —opuso ella—. Quebrantaría dos mandamientos: el sexto y el noveno”. “¿Y eso qué? —replica el lúbrico sujeto—. Todavía te quedarían ocho en buen estado”...

Suena el teléfono y contesta Babalucas. Le pregunta una voz: “¿Es el 22-99-03-72?”. Responde el tonto roque: “Sí no; no no; sí no; no sí”...

El equipo de futbol americano de cierta universidad americana había perdido todos sus partidos de la temporada. Le explica el coach al presidente de la institución: “Es que este año nuestros jugadores no tienen condición; están muy blandos”. “Ya veo —responde el funcionario—. Ordenaré que en adelante las porristas entrenen sin nada de ropa encima”. “¿Para qué?” —pregunta el coach, desconcertado. Explica el presidente: “A ver si así nuestros muchachos se endurecen”. (No le entendí)...

FIN.