De politica y cosas peores
Ésta es la historia del adulterio número 46 cometido por lady
Loosebloomers. El relato de los otros 45 anda por ahí perdido en cartas
cuyos autores —autoras, más bien— recogieron los cotilleos locales, o
pertenece de plano a la tradición oral, a eso que los historiadores
cultos llaman “microhistoria”. La actividad fornicaria de lady
Loosebloomers pertenece ya al campo de la leyenda. Es una lástima que
esa epopeya erótica no haya tenido puntual cronista que registrara con
acuciosidad los devaneos de milady, tal como se anotan los debates en el
Parlamento. Dicha reseña habría servido de rico testimonio para el
conocimiento de las prácticas de alcoba en la Inglaterra rural de
principios del pasado siglo, así como los escritos de Ashbee son
indispensables para el estudio de las costumbres sexuales en la época
victoriana. “La moral de las clases altas es muy baja” —escribió con su
peculiar ingenio Bernard Shaw. Y añadió: “En cuanto a las clases bajas,
no pueden darse el lujo de tener moral”. (Solía decir ese escritor: “Las
tres mejores cosas que tiene Inglaterra no son inglesas. El té es
ceilanés; el whisky es escocés; y yo soy irlandés”). Pero dije que iba a
contar la historia del adulterio número 46 cometido por lady
Loosebloomers.
Aquella mañana su esposo, lord Feebledick, salió muy
temprano de su chalet de caza. El montero le había dicho que en el coto
andaba un gamo de muy buen tamaño. Lo avistaron, en efecto, pero al
sentir la presencia de los cazadores el animal corrió como un gamo y no
pudieron ya seguir su rastro. Lord Feebledick decidió entonces dejar la
cacería para ocasión mejor, y regresó a su casa cuando no era esperado.
Al entrar en la recámara para cambiar de ropa encontró a su mujer, lady
Loosebloomers, en trato de coición con Wellh Ung, el toroso mancebo
encargado de la cría de los faisanes. “Bloody be! —exclamó lord
Feebledick, que no olvidaba los juramentos aprendidos en el Quinto de
Lanceros, en Calcuta—. ¿Quién te dijo, bergante, que podías así
refocilarte con mi esposa?”. Respondió tembloroso el mocetón: “Me lo
dijeron todos, milord”. “Y tú, mujer infame —siguió lord Feebledick—,
eres una mesalina. Si no te llamo ‘zorra’ es porque al oír la palabra
podrían venir los perros. ¿Por qué haces esto, di?”. “Ay, Feebledick
—respondió con acento contrito la señora—. Es que la carne es débil”.
Opuso el lord, escéptico: “No creo que lo que ese pícaro tiene en la
entrepierna sea reconstituyente”. “Está bien: soy adúltera —reconoció
lady Loosebloomers—. Pero, a ver: tú te pasas el tiempo con tus
amigotes; ensucias la casa con las cenizas de tu pipa; eres incapaz de
anudarte la corbata del esmoquin; en la mesa te portas como un
cockney... Y a mí ¿qué otro defecto me conoces?”. “Basta de palabrería
—la interrumpió lord Feebledick—. Y en cuanto a ti, bribón, prepárate a
morir”. Y así diciendo le apuntó a Wellh Ung con su pistola, una Walther
de seis tiros. “¡No me mate, milord! —clamó el muchacho—. ¡Deme otra
oportunidad! ¡Le juro que no volveré a poner los ojos en milady!”. “Los
ojos no me importan —replicó lord Feebledick—. Lo demás que le has
puesto es lo que me molesta”. “Vamos, marido —intervino, conciliadora,
lady Loosebloomers—. Dale a este joven la oportunidad que pide. Su pobre
madre está en la cama con influenza, y de seguro se mortificará
bastante si matas al muchacho”. “Muy bien —concedió lord Feebledick—. Lo
haré sólo para que no se piense que desdeño a las clases populares,
como Gladstone”. Dirigiéndose a Wellh Ung le ordenó. “Ponte de pie sobre
la cama”. El muchacho obedeció temblando por el miedo, y también por el
frío, pues no lo cubría ropa alguna. “Ahora —le mandó— abre las
piernas”. Así lo hizo el espantado Wellh. Dijo en seguida lord
Feebledick yendo hacia el otro extremo de la habitación: “Voy a hacer un
tiro de fantasía. En eso consistirá tu oportunidad. Imprime a los éstos
un movimiento pendular”...
No sé cómo acabó este extraño lance. Sí sé
que unos meses después Wellh Ung renunció a la cría de faisanes para
dedicarse al tejido de crochet...
FIN.
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