Presente lo tengo Yo
Una de las innumerables manifestaciones del odioso machismo que las
mujeres han debido padecer es la importancia que en nuestra cultura —o
incultura— ha dado siempre el hombre a la virginidad de la mujer. No sé
si todavía, pero antes el varón que se casaba exigía terminantemente que
su novia llegara virgen al matrimonio (“Tú me quieres blanca; tú me
quieres pura...”), aunque él llegara con la mancha de mil pecaminosas
experiencias.
Experiencias, dije, y esa palabra es clave. En
efecto, aun las mujeres consideraban deseable que los hombres hubiesen
tenido muchas experiencias de contenido erótico antes de casarse. Eso,
juzgaban, no sólo ayudaría a la dicha matrimonial: también evitaría que
luego de casados los maridos anduvieran por ahí “de coscolinos”.
Las
muchachas casaderas, entonces, cuidaban celosamente el tesoro de su
virginidad. La guardaban, decía una frase consagrada, “para ofrendarla
al hombre a quien darían el dulcísimo título de esposo”. Podían permitir
ciertas libertades, pero siempre de la cintura para arriba.
“De la cerca todo; de la huerta nada”. Y siempre con cuidado y con medida. “Si regalas la leche —amonestaban las madres a sus hijas en edad de merecer—, después no podrás vender la vaca”.
Cuando alguna chica
liviana de envases —por no decir ligera de cascos— hallaba quien se
casara con ella, la gente hacía bromas sobre el incauto que la
desposaba. “Habrá que regalarle una piñata —decían todos con irónica
vulgaridad—, para que la noche de bodas tenga algo qué romper”.
Esto
no es nuevo, desde luego. Nada es nuevo. La Celestina, uno de los
primeros personajes de la literatura en lengua castellana, no sólo era
zurcidora de voluntades, o alcahueta: se dedicaba también a zurcir
virginidades, o sea a remendar el himen de las que se iban a casar y
habían tenido ya dimes y diretes de colchón. Todavía hasta hace poco
aparecía en un periódico regiomontano el anuncio de cierto consultorio
médico que en un pueblo cercano a Monterrey ofrecía esa labor de hilo y
aguja a las muchachas descosidas. (“Se garantiza absoluta discreción”).
Con
eso de la liberación femenina, que muchas cosas buenas tiene, y otras
no tan buenas, la mujer ha cobrado conciencia de su dignidad y del
derecho que la asiste para pedir igualdad ante el varón. La virginidad,
entonces, se mira ahora en otra perspectiva, y se piensa que el hombre
no debe exigir a la mujer aquello que él no puede dar.
-¿Eres virgen? —le preguntó con solemnidad el novio a su flamante mujercita al empezar la noche del connubio.
-Y tú —le contestó ella desafiante— ¿eres San José?
Pero estos tiempos ya son otros. En los míos la virginidad de la mujer estaba rodeada de risibles mitos. Pensábamos, por ejemplo, que se podía saber si una mujer era o no virgen por su modo de caminar. Un cierto amigo mío que se las daba de sabio en esas cosas, nos señalaba a las muchachas que paseaban por la calle de Victoria, y nos decía con tono inapelable:
-Ésa es señorita... Aquélla no... Ésa tampoco...
Nosotros, adolescentes, abríamos la boca con admiración ante tamaña muestra de sabiduría. El pasmo llegó a su fin cuando el amigo señaló a una muchacha que iba adelante de nosotros, y dijo que era la menos señorita de todas las que ya no eran señoritas. Nos apresuramos para alcanzarla y ver quién era aquélla que tan perdida y arruinada tenía la gala de su doncellez, y resultó que era una hermana de nuestro amigo.
Sic transit
gloria mundi.
(Seguirá).
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