lunes, 16 de marzo de 2009

Historia de San Kidunaia y su sobrina

Presente lo tengo Yo

Las vidas de los santos deben leerse con cuidado, pues en ellas se encuentran muchas ideas para pecar. En efecto, muchos santos y santas llevaron existencias tormentosas antes de arrepentirse, y sus confesiones —como las de San Agustín— son ricas en malos ejemplos.

Hoy, 16 de marzo, es el día de San Kidunaia. Su nombre verdadero era Abraham, pero en algunos santorales aparece como Kidunaia, para que nadie lo confunda con el Padre de los Creyentes. Su vida de santidad empezó con un escándalo. Si yo lo cuento nadie me lo va a creer, por eso dejo la palabra a su biógrafo más autorizado, fray Justo Pérez de Urbel, abad de Santa Cruz del Valle de los Caídos:

“... Mancebo ilustre y rico, Abraham celebraba sus bodas con una de las muchachas más hermosas y hacendadas de su tierra. Siete días duraron los regocijos: danzas, músicas, perfumes y banquetes.

Llegó el momento en que los dos jóvenes fueron introducidos por expertas manos en la habitación donde les esperaba el tálamo, cubierto de sedas y de rosas, iluminado y enjoyado. Abraham dejaba hacer. Su esposa le cogió del brazo y le llevó hasta el lecho. Ahí se sentaron ambos. Hubo un silencio agónico. De repente él se levanta, tira los anillos y las cadenas de oro y exclama: ‘Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma...’”.

Ese relato me hace pensar que algunos buscan la salvación de su alma sin pensar en el daño que hacen a otros. Tal es el tema de un precioso libro que he leído y releído. Se llama “Vita brevis”, y lo escribió Jostein Gaarder. En esa obra se narra el inmenso sufrimiento de la mujer con quien San Agustín tuvo un hijo, cuando el futuro santo la abandonó para buscar a Dios. En este caso mi simpatía no está con Agustín, sino con la mujer a quien abandonó. Tampoco mi simpatía está con Kidunaia, sino con la muchacha a la que dejó vestida y alborotada. Sobre todo alborotada.

El tal Abraham se convirtió en anacoreta. Fue a encerrarse en una cueva cuya entrada cerró con piedras, dejando sólo un agujero por el cual le pasaban un poco de pan y agua cada día. El diablo lo acometía de continuo con graves tentaciones que Kidunaia resistía orando y sometiendo su cuerpo a toda suerte de castigos. Finalmente el demonio se cansó, y lo dejó en paz. Grande fue entonces el dolor de Abraham, pues extrañaba mucho al diablo, y se aburría sin el trabajo de resistir sus tentaciones. Diosito entonces le mandó una linda distracción. Una sobrina de Kidunaia, muchacha en edad de merecer, quedó huérfana, y buscó la protección de su tío el anacoreta. Éste le hizo construir una celda junto a su cueva, y a través del agujero por donde recibía la comida la instruía en las verdades de la fe. Esas lecciones no duraron mucho: un día la muchacha ya no apareció. La gente de la cercana aldea le dio al ermitaño la triste novedad: su sobrina había escapado con un apuesto joven que seguramente le había dado a la muchacha otras lecciones cuando el tío estaba entregado a sus rezos y a sus sacrificios.

Otra vez la pena de Kundaia fue muy grande, casi tan grande como la que sintió cuando el diablo dejó de acometerlo. He aquí que el Señor le había encomendado un alma para su salvación, y él había dejado que se perdiera. Entonces Abraham tomó una decisión. De esa decisión, y del final que tuvo, hablaré mañana, pues el espacio de hoy ya se me terminó.

(Continuará).

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