sábado, 14 de marzo de 2009

Ginger y todos los demás

Presente lo tengo Yo

El cine me ha enseñado más que todas las escuelas en que he estado. Y vaya que han sido muchas, pues desde niño me gustó perder el tiempo. En el cine —ahora hablo de la sala cinematográfica— aprendí las cosas fundamentales de la vida. Me fueron enseñadas por sapientísimas maestras de faldita corta, calcetas y cola de caballo. Todo lo demás que he aprendido me ha servido de muy poco, pero ese aprendizaje básico fue fundamental.

Un verano pasé mis vacaciones en cierto pequeño pueblo del norte del Estado. Había ahí un solo cine. En él se llevaba a cabo un ritual que para mí fue de iniciación, y que mis primos me revelaron como una especie de misterio eleático. Se acostumbraba que en las funciones de la tarde ciertas muchachitas —ciertas, no todas— se sentaran solas en el cine. Eso ya de por sí era una invitación. Al oscurecerse la sala tú te sentabas junto a la niña que disimuladamente habías escogido cuando había luz, y le ofrecías una bolsa de palomitas, un vaso de refresco y una paleta Mimí o un chocolate. Menos no. Ella te veía (la verdad es que ya te había visto), y si le gustabas aceptaba la ofrenda. Con eso adquirías el derecho a agasajarte con la recipiendaria mediante abrazos, besos y caricias (únicamente de cintura arriba) que la niña recibía al principio con cierta displicencia, pues estaba dando buena cuenta de las palomitas, el refresco y la paleta Mimí, pero a las que correspondía luego con entrega y dedicación profesionales.

Hay una película que me recuerda esas felices vacaciones.

Se llama “The Major and the Minor” (1942), y fue el primer film que Billy Wilder dirigió. Tenía yo mucho tiempo de buscar esa película, hasta que mis buenos amigos de The Movie Circle me la consiguieron. En ella aparece Ginger Rogers, pero sin Fred Astaire. Admiro mucho a esa actriz. Toda la gloria, como sucede siempre, se la llevó en su caso el hombre, Astaire, sin tomar en cuenta que en esas extraordinarias danzas de pareja Ginger hacía lo más difícil: bailaba hacia atrás, y además con zapatos de tacón alto.

En “The Major and the Minor” Ginger Rogers hace prácticamente tres papeles: de niña de trencitas; de muchacha en flor de edad, y de mujer madura. El rol de su mamá lo interpreta quien en la vida real era su madre.

La película, aunque Leonard Maltin la considera obra maestra, no funcionaría bien en nuestro tiempo, a diferencia de otros filmes de Wilder, como “Días sin huella”, “Amor en la tarde”, “El departamento”, “Testigo de cargo” y —sobre todo— “Una Eva y dos Adanes”. Sin embargo la trama es divertida, y sirve para apreciar las extraordinarias dotes de actriz de Ginger Rogers, a quien se asocia siempre con Fred Astaire, y en posición de segundo orden, pero que en muchos aspectos era superior a él.

Alguna vez, digo yo, los hombres tendremos que hacer penitencia por las injusticias de que hemos hecho objeto a la mujer. No sé en qué consistirá esa penitencia. Quizá, Dios no lo quiera, tendremos que leer todos los libros escritos por las feministas. Cualquier cosa, menos sufrir alejamiento de ese dulce misterio femenino que lo mismo se encuentra en Ginger Rogers que en aquellas inolvidables niñas con frenos —en los dientes, nada más— que me enseñaron las primeras letras del infinito abecedario del amor.

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