domingo, 22 de marzo de 2009

Casada y virgen (sobre todo virgen)

Presente lo tengo Yo

¿Dónde sucedió esto que quizá no sucedió? Pudo suceder —o pudo no suceder— en cualquier parte, hasta en Saltillo. Aquí están pasando cosas que habrían hecho exclamar a nuestros abuelos: “¡Haiga cosas!”. Así decía la gente de antes para manifestar asombro o extrañeza. También decía: “¡Adió!”.

Sucede que se casaron un hombre y una mujer. Hago esa precisión, “un hombre y una mujer”, porque conforme a la legislación vigente en el Estado ahora se pueden casar un hombre y una mujer, un hombre y un hombre, o una mujer y una mujer. A mí eso me parece bien, con tal de que la gente se case. Formalidad ante todo, digo yo.

Se casaron, pues, un hombre y una mujer, por las dos leyes. Ambos eran ya algo maduros; pasaban quizá de los cuarenta; pero para casarse no hay edad, ni para descasarse. Después del matrimonio religioso se llevó a cabo el banquete de bodas. Contentos y felices estaban los novios —sobre todo la novia, con su nupcial atuendo— cuando de pronto irrumpió en el salón la policía. Dos hombres encabezaban al piquete de gendarmes, uno muy mal encarado; el otro peor.

-Está usted detenida —le dijo uno de ellos a la novia.
Ella se puso pálida. Preguntó con temblorosa voz:
-¿Por qué?

-Usted lo sabe bien —respondió el otro.
Y señalando al que lo acompañaba completó:
-El señor aquí presente la acusa del delito de bigamia.
 
En estos casos lo normal habría sido que la novia se desmayara. Pero lo que estoy relatando no es nada normal, de modo que la novia no se desmayó. Se volvió hacia el peor encarado y le dijo:

-Eres Zenón ¿verdad?
 
Respondió el otro con elocuencia sombría:

-Sí.

Entonces ella se dirigió a su azorado novio, que lo veía todo, estupefacto, y le dijo:

-Lo que estos señores dicen es verdad. Hace ya muchos años, cuando tenía yo 18, me casé con este hombre. Pero no fui su esposa nunca. El día que nos casamos peleó en la fiesta de bodas con otro, y lo mató. Huyó en el acto; no volví a verlo nunca, ni supe nada de él. Pasó el tiempo, y una hermana suya me dijo que había muerto. Ahora sé que me lo dijo para que ya no lo buscara yo, ni lo buscara la policía. Pero entonces le creí. Por eso cuando te conocí acepté ser tu novia, y luego casarme contigo. Te juro que jamás fui de él. Y te juro también que no lo quiero ya: te quiero a ti. Si no me crees haz lo que juzgues conveniente, que yo lo entenderé.

-Te creo —dijo el novio.

La historia tuvo final feliz. Esto merece destacarse, porque hay muchas historias de amor que tienen final muy infeliz. Después de sendos procedimientos tanto el anterior matrimonio religioso como el civil quedaron anulados. Los novios, sin embargo, no esperaron esa lenta y tardada anulación para consumar el suyo. Al hacerlo obraron muy bien. No quiero decir que consumaron muy bien su matrimonio; eso no lo sé, y pertenece a la intimidad de nuestros personajes. Allá cada quién con sus habilidades. Lo que quiero decir es que para consumar un matrimonio hay que consumarlo, y ellos lo consumaron prontamente, antes de que otra cosa sucediera, sin esperar solemnes declaratorias de la Iglesia y el Estado. Y qué bueno. Como decía también la gente de antes: “Más seguro, más marrao”.

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