Presente lo tengo Yo
Vino don Pedro G. González a dar aquí en 1916. Llenó dos grandes
canastos de hilos, hilazas, agujas de coser y tejer, botones, tira
bordada, listones, lentejuela, chaquira y canutillo y fue por esas
calles de Dios —y de Saltillo— ofreciendo a gritos su mercadería.
Quiero
decir que se hizo barillero. Progresó rápidamente. Y como andar a pie
era muy fatigoso se compró una bicicleta. Pedaleó todo el año de 1917. Y
un año después se estableció por fin, y puso en su tienda, con grandes
caracteres, el solo y simple nombre: PEDRO G. GONZALEZ.
Podía
casarse ya. Regresó a Mina y se desposó con la novia de toda su vida,
Felipita de la Garza. Habían durado 10 años de novios y 10 enojados.
Cuando volvió, la reconciliación fue para casarse días después. Eso
sucedió en 1923.
La primera tienda de Pedro G. González estuvo en
la calle de Allende, donde ahora se encuentra el edificio del Café del
Oso. Se cambió después a la calle de Jiménez (“A cuadra y media del
edificio de Correos”), dice una tarjeta que don Pedro envió a sus
clientes, amigos favorecedores y público en general para desearles feliz
año 1920 y ofrecerles su “constante surtido en cajas, papel y sobres de
lino, tiras bordadas, encajes, paños, listones, imperiales, franelas,
medias, hilos King, dragón y mercerizados. Importaciones directas de
Estados Unidos y del país. Entregas a domicilio”. En ese tiempo don
Pedro tenía sucursal en el Mercado. El negocio estuvo después en la
calle de Aldama, al lado de aquellas famosas “puertas verdes” que tenía
una casa de empeño; luego pasó a la calle de Zaragoza, donde luego
estuvo Genda, el local de marcos y espejos que fundó aquel inolvidable
cristiano caballero que fue don Genaro Dávila. Por último, don Pedro
compró en 1942 la esquina donde por muchos años estuvo su tienda. La
compró en 15 mil pesos a don Guillermo de Valle, pariente que fue del
licenciado don Agustín, de memoria gratísima.
Alguna vez visité esa
recia casona, de las más viejas del Saltillo. Tiene en su interior
fuertes paredes de adobe que bien deben medir un metro y veinte de
ancho. Cierta vez que fue derribado uno de esos muros, salió del hueco
entre unas vigas un cantarín torrente de monedas que esplendieron a la
luz con brillos espléndidos dorados. “¡Somos ricos!” —gritaron todos los
circunstantes a una voz—. Decepción: las monedas eran falsas, de vil
cobre untado malamente con pintura dorada, y valían menos —aunque no
mucho menos— que las monedas de hoy. También se halló en esa ocasión una
botella llena de cabellos humanos, pequeños trozos de tela y otras
cosas de misterio que pusieron temor de brujerías en los albañiles.
Sin
necesidad de tesoros iba prosperando don Pedro G. González. Dos muy
grandes tenía, su esposa y su tienda, de modo que para qué quería más.
Movidos por su ejemplo vinieron al Saltillos sus sobrinos Desiderio,
Espiridión y Francisco, y fundaron negocios que formaron también parte
muy entrañable de la vida en nuestra ciudad.
Muchos años trabajó
don Pedro G. González. La rutina del afán cotidiano se interrumpía sólo
de vez en cuando con un suceso extraordinario. Un día llegó a la tienda
un hombre bien vestido que pidió ver una pistola Smith y Wesson que
estaba en el aparador. Se la mostró don Pedro. Pidió unas balas el
presunto cliente, para probar el cargador. Una sola le dio él. Se sentó
muy tranquilo el hombre en una silla, puso la bala en el cargador y
colocándose el cañón de la pistola en la sien comenzó a accionar el
gatillo. Alcanzó apenas don Pedro a saltar el mostrador y llegar hasta
el hombre para arrancarle el arma, ya presta a disparar. “Si quiere
usted matarse vaya y tírese de la Catedral” –le dijo don Pedro con enojo
al singular suicida.
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