viernes, 1 de febrero de 2013

Una recia casa y un torrente de monedas

Presente lo tengo Yo
 
Vino don Pedro G. González a dar aquí en 1916. Llenó dos grandes canastos de hilos, hilazas, agujas de coser y tejer, botones, tira bordada, listones, lentejuela, chaquira y canutillo y fue por esas calles de Dios —y de Saltillo— ofreciendo a gritos su mercadería. 

Quiero decir que se hizo barillero. Progresó rápidamente. Y como andar a pie era muy fatigoso se compró una bicicleta. Pedaleó todo el año de 1917. Y un año después se estableció por fin, y puso en su tienda, con grandes caracteres, el solo y simple nombre: PEDRO G. GONZALEZ.

Podía casarse ya. Regresó a Mina y se desposó con la novia de toda su vida, Felipita de la Garza. Habían durado 10 años de novios y 10 enojados. Cuando volvió, la reconciliación fue para casarse días después. Eso sucedió en 1923.

La primera tienda de Pedro G. González estuvo en la calle de Allende, donde ahora se encuentra el edificio del Café del Oso. Se cambió después a la calle de Jiménez (“A cuadra y media del edificio de Correos”), dice una tarjeta que don Pedro envió a sus clientes, amigos favorecedores y público en general para desearles feliz año 1920 y ofrecerles su “constante surtido en cajas, papel y sobres de lino, tiras bordadas, encajes, paños, listones, imperiales, franelas, medias, hilos King, dragón y mercerizados. Importaciones directas de Estados Unidos y del país. Entregas a domicilio”. En ese tiempo don Pedro tenía sucursal en el Mercado. El negocio estuvo después en la calle de Aldama, al lado de aquellas famosas “puertas verdes” que tenía una casa de empeño; luego pasó a la calle de Zaragoza, donde luego estuvo Genda, el local de marcos y espejos que fundó aquel inolvidable cristiano caballero que fue don Genaro Dávila. Por último, don Pedro compró en 1942 la esquina donde por muchos años estuvo su tienda. La compró en 15 mil pesos a don Guillermo de Valle, pariente que fue del licenciado don Agustín, de memoria gratísima.

Alguna vez visité esa recia casona, de las más viejas del Saltillo. Tiene en su interior fuertes paredes de adobe que bien deben medir un metro y veinte de ancho. Cierta vez que fue derribado uno de esos muros, salió del hueco entre unas vigas un cantarín torrente de monedas que esplendieron a la luz con brillos espléndidos dorados. “¡Somos ricos!” —gritaron todos los circunstantes a una voz—. Decepción: las monedas eran falsas, de vil cobre untado malamente con pintura dorada, y valían menos —aunque no mucho menos— que las monedas de hoy. También se halló en esa ocasión una botella llena de cabellos humanos, pequeños trozos de tela y otras cosas de misterio que pusieron temor de brujerías en los albañiles.

Sin necesidad de tesoros iba prosperando don Pedro G. González. Dos muy grandes tenía, su esposa y su tienda, de modo que para qué quería más. Movidos por su ejemplo vinieron al Saltillos sus sobrinos Desiderio, Espiridión y Francisco, y fundaron negocios que formaron también parte muy entrañable de la vida en nuestra ciudad.

Muchos años trabajó don Pedro G. González. La rutina del afán cotidiano se interrumpía sólo de vez en cuando con un suceso extraordinario. Un día llegó a la tienda un hombre bien vestido que pidió ver una pistola Smith y Wesson que estaba en el aparador. Se la mostró don Pedro. Pidió unas balas el presunto cliente, para probar el cargador. Una sola le dio él. Se sentó muy tranquilo el hombre en una silla, puso la bala en el cargador y colocándose el cañón de la pistola en la sien comenzó a accionar el gatillo. Alcanzó apenas don Pedro a saltar el mostrador y llegar hasta el hombre para arrancarle el arma, ya presta a disparar. “Si quiere usted matarse vaya y tírese de la Catedral” –le dijo don Pedro con enojo al singular suicida.

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