Presente lo tengo Yo
Maestro reconocido, orador de altos vuelos castelarianos, el
licenciado José María García de Letona dejó memoria imborrable en sus
discípulos.
En el Ateneo Fuente glorioso tuvo como alumnos a
Artemio de Valle Arizpe, a los Alessio Robles, a García Rodríguez, a
Carlos Pereyra; a muchos más que en páginas emocionadas rindieron
tributo de admiración a su maestro.
En los principios del pasado
siglo no había ocasión cívica o patriótica; no había funeral de gran
relieve ni fiesta escolar de campanillas que no contara con el
licenciado García de Letona como principalísimo orador.
Días y
días, nos dice don Artemio, se pasaba don José María puliendo y
repuliendo su discurso. Pero más pulía y repulía su persona cuando
llegaba el día de la presentación. Atildado como era, García de Letona
cuidaba su atavío con esmero, y llegaba al acto vestido con traje de
última moda; almidonada camisa con cuello y puños de quita y pon;
zapatos de brillantísimo charol; polainas y bastón. Y su peinado… ¡Ah,
su peinado! Con prolija minuciosidad y arte exquisito peinaba el
licenciado su cabello, lo arreglaba en airoso copete —no agraviando—, y
en caireles que le enmarcaban el rostro con aparente naturalidad, pero
que en verdad eran resultado de concienzudo trabajo que había tomado
casi una hora en realizarse.
Solía contar don José García
Rodríguez, supereminente narrador, que en cierta ocasión el licenciado
García de Letona iba a decir un discurso en el Teatro “García Carrillo”.
Llegó luciendo, como de costumbre, su alto cuello de pajarita y sus
albeantes puños desmontables. Comenzó su peroración con tono majestuoso;
la voz llena de sonoridades e inflexiones, ya grave como campana de
basílica, ya cantarina como esquila de iglesia provincial. Y todo lo que
decía lo subrayaba con amplios ademanes, alzando los brazos al cielo,
moviéndolos con restallante velocidad de látigo.
En uno de esos
ademanes violentos don José María sacudió el brazo derecho para
enfatizar una frase. ¡Oh desgracia! El puño de sololoy de la camisa se
le desprendió y salió disparado por el aire. Viajó con velocidad de
vértigo y le pegó en pleno rosto a un severo señor que en la primera
fila escuchaba muy serio el discurso de don José María. Ahí se acabó
toda solemnidad. El público no pudo contener la risa; muchos graves
caballeros y empingorotadas damas casi se hicieron de las aguas en su
afán de contener las carcajadas, que por fin estallaron triunfalmente,
con lo que terminó la vibrante arenga del señor Letona.
Gajes del
oficio, como se dice, que no pusieron mengua al talento de aquel gran
saltillense inolvidable a quien nadie ya recuerda.
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