sábado, 2 de febrero de 2013

Un buen maestro. Sobre todo, un hombre bueno

Presente lo tengo Yo

¿Quién entre sus alumnos no recuerda a don Rafael Gámiz, conocido por todos como “El Químico Gámiz”? Hombre más bueno y más afable sería difícil encontrar. Era ingeniero químico, y dedicó muchos años de su vida a hacer invenciones que en vano quiso poner en el comercio para obtener de ellas provechos económicos. Realizó cultivos hidropónicos cuando en Saltillo nadie había oído hablar de esa intensiva técnica de producción agrícola.

Fue mi maestro en la Escuela Normal. Ahí mantuvo una pugna feroz y sempiterna con otro magnífico profesor, el ingeniero Narváez, agrónomo él, quien impartía la clase de Agricultura. Con mil cuidados y precauciones realizaba sus cultivos el ingeniero Narváez en pequeñas melgas que formaba en los jardines del plantel. En los surcos nos hacía plantar cebollas, jitomates, ajos... Brotaban las pequeñas plantas para orgullo y regocijo del profesor Narváez, que ya se prometía una cosecha opima para mostrarla al director de la escuela, Chuy Perales, como prueba del éxito de sus lecciones, que mejor que las de cualquier otro maestro merecerían el nombre de fructíferas.

Pero, ¡oh, desgracia!, con la floración de aquellas plantas tan celosamente cuidadas coincidían las prácticas que en la clase de Química hacía el ingeniero Gámiz. Mezclaba él en redomas y probetas terribles ácidos fumíferos, malolientes, espumajosos y vitriólicos, y hacía con ellos una infernal mezcla como las pociones que en sus calderos hacían las brujas o los hechiceros medievales. Meneaba y remeneaba aquella espantosísima mixtura, y cuando ya no le servía, linda y bonitamente abría la ventana del tercer piso, que era donde estaba su salón, y sin decir agua va, ni mirar a dónde iría a dar, arrojaba el caldo letal y corrosivo, que caía en las plantas del ingeniero Narváez. Cuando llegaba él por la mañana a mirar con amorosa mirada sus cultivos, los encontraba mustios y calcinados, muertos, como si el demonio hubiera soplado sobre ellos su hálito fatal.

Y entonces se hacía la de Dios es Cristo. A grandes trancos, el rostro descompuesto por la cólera, subía el ingeniero al tercer piso, irrumpía violentamente en el salón de “El Químico” aventando la puerta, y con voces apocalípticas le reclamaba el crimen que en sus inocentes plantas había consumado. Don Rafael se disculpaba, sinceramente apenado. Muy a regañadientes aceptaba el agrónomo sus exculpaciones, pero no pasaba mucho tiempo sin que cayera otra vez sobre las nuevas plantas el mismo diluvio mortal, pues era el ingeniero Gámiz muy distraído, según corresponde a la estereotipada figura del científico.

Hombre de buen natural era “El Químico” Gámiz. No gustaba de dar la contra a nadie. En cierta ocasión, hablando de un tercero, le dijo alguien a don Rafael:

-Mire, maestro, ahí viene Fulano. ¿Verdad que es un buen hombre?

-¡Uy, cómo no! —confirmó enfáticamente don Rafael—. Es el mejor hombre del mundo.

-Pero, ¿no le parece, maestro, que es un poquitín chismoso?

-Bueno, sí, es cierto. Los chismes le gustan, eso no se puede negar.

-¿Y verdad que es algo mentiroso?

-También en eso acierta usted. De veras: tiene el defecto de mentir.

-¿Y verdad, maestro, que por eso mismo no se puede confiar en él?

-¡Tiene usted muchísima razón, compañero! ¡El cabrón es un hijo de la chingada!

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