viernes, 15 de febrero de 2013

Nombres. A veces son cara y a veces son cruz

Presente lo tengo Yo

Don Francisco Almada, historiador y político de Chihuahua, le puso a su hija menor un sombrío nombre: Negra. Así le decían por cariño a una madrina que don Francisco tuvo cuando niño, y en homenaje a ella le asestó dicho oscuro nombre a su hija, que ninguna culpa tuvo de ese madrinazgo. En ciertos momentos —los de la intimidad, pongo por caso— el nombre debe haber cuadrado bien: “¡Méngache mi Negra!”. Pero en lo general el nombrecito debe haber mortificado bastante a la muchacha. “¿De dónde es usted, Negra?”.
Yo digo que los hijos, en lo referente a los nombres, no tienen por qué cargar las filias o fobias de sus padres. En tiempos del comunismo muchos papás con ideas marxistas les pusieron a sus hijos el nombre Lenin. Por ahí andan Lenin Pérez, Lenin González, Lenin Sánchez. En el lado contrario del espectro político, otros se entusiasmaron cuando llegó el hombre a la Luna, y entonces se puso de moda el nombre Neil, pues así se llamaba el astronauta que primero pisó el suelo lunar.

Era frecuente que los masones le impusieran a uno de sus hijos el nombre Hiram. Quienes tenían ideas mexicanistas bautizaban a sus hijos con nombres indígenas. Aquí en Saltillo había un matrimonio por la calle de Los Baños, ahora de Murguía, cuyos hijos se llamaban Cuitláhuac, Cuahutémoc y Moctezuma, en ese orden. Salían a jugar los tres chamacos a la calle —entonces todos los niños jugábamos en la calle—, y cuando llegaba la hora de la merienda su mamá salía a la puerta y les gritaba con aguda voz de vicetiple, alargando durante tres compases la vocal tónica:

-¡Cuicui! ¡Cuacua! ¡Muma!

Aquello era para verse. Digo, para oírse.

Luego vino la moda de las telenovelas. ¡Cuántas Yesenias hubo, Dios del Cielo! Le presentaban al sacerdote una niña en la pila bautismal, y el ministro del Señor decía automáticamente:

-Yesenia ¿verdad?

Mi esposa y yo nos negamos terminantemente —cuestión de principios— a ser padrinos de bautizo de una niña a la que sus padres le iban a poner por nombre Yajaira Elisema. Así se llamaba la heroína de una telenovela venezolana. No quisimos pasarnos el resto de la vida con ese remordimiento, y declinamos cortésmente el honor del padrinazgo.

Desde luego en todos los tiempos se cuecen habas en eso de los nombres. Nuestros antepasados les imponían a sus hijos e hijas el nombre del santo o de la santa del día en que venían al mundo. Entonces había Sidronios, Belarminos y Lindolfos, y había también Basilisas, Lugardas y Betulias. El hortelano de mi abuelo llevaba el nombre de Carmen, pues nació el 16 de julio. A una señora conocí en España —concretamente en Santander— que se llamaba doña Circuncisión. Nació el primero de enero, día de la Circuncisión del Señor. Le hubieran puesto La, Del o Señor, pero no Circuncisión...

Pobre mujer. Su nombre hacía pensar en ciertas cosas. Para que no se oyera tan mal sus amigas le decían Cisita.

Yo me llamo Armando porque un día antes de que mi madre me diera a luz mi papá la llevó al cine, para tranquilizarla, y esa tarde pasaron la película “Camille”, con Greta Garbo y Robert Taylor. El protagonista se llamaba Armando, y el nombre le gustó mucho a mi señora madre. Jamás había habido un Armando en la familia. Doy gracias al Señor de que no se exhibía la película Hércules. Mucho habría sufrido yo con ese nombre. Especialmente dicho en el diminutivo.

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