domingo, 17 de febrero de 2013

Modas. Y modos.

Presente lo tengo Yo

En los tiempos que corren los novios que se casan van a pasar su luna de miel en países exóticos de Asia u Oceanía, y se dedican ahí a ver lugares igualmente exóticos. En mi opinión la mejor luna de miel es aquella en que la novia no ve otra cosa más que el techo del cuarto del hotel, y el novio ve únicamente la coronilla de su desposada.

Hay otras opiniones, claro. Cuando esa vergüenza de España que se llamó Fernando Séptimo se casó en 1802 con la italiana María Antonia de Nápoles, la llevó de luna de miel a recorrer en carruaje —8 horas de camino cada día— todos los confines del que sería  su futuro reino. Al cabo de seis meses de andar en esos andurriales regresaron los novios a Madrid. Una tía de Toña le preguntó en voz baja:

—¿Ya vienes preñada?

—¿Preñada? —exclamó en voz nada baja la princesa—. ¡Lo que vengo es jodida!

Así, supongo, regresan muchas  novias a quienes sus flamantes mariditos llevan de luna de miel al otro extremo del mundo; a islas cuyos nombres sólo aparecen en las novelas de Salgari, o a subcontinentes perdidos en la inmensidad del océano. Extraña moda es ésa que ahora priva, la de viajes nupciales comparados con los cuales las travesías de Magallanes o Elcano, de Cook o Raleigh, de Darwin, Chichester o Heyerdahl son simples días de campo.

Antes lo que querían los novios era llegar ya a su punto de destino, y a lo que te truje Chencha. Muchos ni siquiera se esperaban a llegar. El Nacional, que así se llamaba la estación del ferrocarril en Monterrey, estaba a unas cuantas cuadras de la Cigarrera. Tan pronto partía el tren los novios se encerraban en su camerino. Cuando regresaban del viaje, las amigas de la novia le preguntaban, pícaras:

—Oye, ¿y dónde sucedió “aquello”?

—No sé —respondía la muchacha—. Pero recuerdo que olía como a tabaco.

¡El recién casado había consumado las anheladas nupcias cuando el tren ni siquiera salía aún de la ciudad! ¡Esas eran lunas de miel!

Los novios de Saltillo que hacían el viaje en automóvil nunca se aguantaban más allá de Matehuala. Tarde se les hacía para dar al traste con las obligadas limitaciones del noviazgo y juntar por fin sus cosas. Ahora, en cambio, los recién casados toman el avión al día siguiente de la boda, todos desvelados, y después de 14 horas de vuelo llegan a Melbourne, en Australia, o a las islas Fidji. Tan rendidos llegan que se quedan dormidos en el acto. A veces incluso antes del acto. 

La moda impone obligaciones que muy pocos se atreven a desafiar. Si el noviazgo es para que los jóvenes se conozcan espiritualmente, la luna de miel es para que se conozcan —digamos— bíblicamente. Y eso lo mismo puede hacerse, parodiando a Luis Arcaraz, en las torres de un castillo que en humilde vecindad. Mi luna de miel, por ejemplo, fue en Guadalajara. No había para más. Años después regresé a esa ciudad. Entonces sí salí a la calle y pude conocer la hermosa Perla Tapatía. Con esto quiero decir, si me es permitida la perogrullada, que luna de miel es luna de miel. El turismo ha de dejarse para luego. Tenía razón la muchacha que al llegar al hotel donde pasaría su noche de bodas vio un letrero que decía: “Desayuno: de 6 a 12 horas. Comida: de 12 a 18 horas. Cena: de 18 a 24 horas. Snack bar: de 24 a 6 horas”. Le preguntó, llorosa, a su flamante maridito:

—¿Y entonces a qué horas vamos a hacer lo otro?

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