De politica y cosas peores
Ya terminó la luna de miel. Ésa es la mala noticia. La buena noticia es
que la luna de miel terminó ya. Veamos. Los novios que se casan
disfrutan de los primeros edénicos días de su matrimonio. En ese breve
tiempo todo es amor y dulzura. Y todo es también —hay que decirlo—, si
no simulación, sí disimulo. Cada uno de los nuevos esposos trata de
ocultarle al otro sus faltas y defectos; recíprocamente se muestran su
rostro mejor, su mejor trato. Al término del corto viaje, sin embargo,
la realidad se impone. Ella ha descubierto que su marido ronca y emite
por las noches otros ingratos ruidos. Descubre él que en las mañanas su
mujercita parece, sin maquillaje, arpía, gorgona o anfisbena. Eso es lo
malo. Lo bueno es que ya no hay fingimientos. Esto que ves, engaño
colorido, se va, desaparece. Los dos se conocen como son, y se va
adaptando con alegría, paciencia y generosidad el uno al otro. Si hacen
eso vivirán felices, en mutua compañía, los años de su vida. La
explosión en la Torre de Pemex señaló el fin de la luna de miel de la
Nación con Peña Nieto, del mismo modo que el hundimiento del Titanic
marcó el final de la llamada Belle Époque. A los días felices del Pacto
Nacional —que empieza ya a resquebrajarse—; de la escenográfica Ley de
Víctimas; del feliz, infelicísimo final del affaire Florence Cassez; del
venturoso y oportuno arreglo del asunto Monex; del cerrojazo final a
los electricistas; después de esos primeros días de color de rosa, digo,
Peña Nieto afronta una realidad que sus colaboradores no le hicieron a
la medida, para su lucimiento, sino que le es impuesta por hechos ajenos
a su voluntad, a los cuales debe responder con acciones firmes y
sólidas de gobierno, y no con apariencias. Ahora conoceremos en verdad a
nuestro Presidente. La luna de miel acabó ya. Qué lástima. Ya terminó
la luna de miel. Qué bueno…
Pimp y Nela formaban una pareja singular. Él
era lenón, tarzán, pachuco, proxeneta, rufián, chulo, mantenido,
cachuchero, cinturita, alcahuete, cuchufante o gigoló. Claro, cuando
algún contlapache del bajo mundo le preguntaba en el caló del hampa cuál
era su biznaga, vale decir su business, su negocio (“¿En qué arpegio la
giras, bato loco?”), Pimp no respondía con alguna de aquellas palabras
denotativas de su oficio, tan malsonantes todas.
Declaraba con ufanía y
garbo: “Soy ladies manager”. Nela, por su parte, era su pupila, o sea su
administrada. Él le brindaba protección, consejo, guía y otros bienes
espirituales. A cambio ella le entregaba, completas, sus ganancias. Pimp
era caballeroso y desprendido, y le daba para medias, chicles y
maquillaje. Cierta noche Nela deambulaba por el puerto, y la vio un
hombre rico que acertó a pasar por ahí en su convertible. Al ricachón le
vino en antojo conocer a “una falena” —así llamaba él a las callejeras,
con el nombre de una mariposilla de ésas que se queman las alas en la
luz, como Frou-Frou del Tabarin—, e invitó a la sorprendida Nela a ir
con él a su casa. Hagan ustedes de cuenta “Las Noches de Cabiria”.
Cuando llegaron a la espléndida residencia del magnate, sobre la bahía,
Nela fue conducida a un budoir por una estirada ama de llaves que le
preparó un baño de tina y luego la vistió con un traje de novia, pues al
parecer ese atavío era el fetiche del dueño de la casa. Le dijo la
matrona a la nerviosa chica: “Cumplido su deseo el señor te dará el
yate”.
¡El yate! Esas dos palabras pusieron a Nela en trance de éxtasis.
Aquel hombre, pensó, era tan rico que regalaba un yate a las mujeres
que compartían sus noches. ¿Qué clase de yate iría a ser el suyo?,
pensaba mientras el ama de llaves la conducía, silenciosa, a la recámara
de aquel nabab. ¿Sería de motor o a vela? ¿Cuántos pies tendría de
eslora, cuántos de manga, y de cala cuántos? En regia alcoba se llevó a
cabo la fantasía erótica del potentado. Callaré los detalles del suceso:
esto es crónica, no pornografía. Nela se avino a todos los caprichos
del supermillonario, que parecía, por su lujuria extravagante, un
personaje de Pasolini. Mientras Nela iba cumpliendo una por una las
peregrinas solicitaciones de su insólito cliente, imaginaba el yate que,
según le había dicho el ama de llaves, le daría el señor. La acción
acabó al fin. El hombre volvió a vestir la bata de terciopelo y seda que
cubría su magra anatomía. Y fue entonces cuando el dineroso sujeto le
dio el “yate” a Nela. Le dijo al tiempo que la empujaba sin más hacia la
puerta de la calle: “Ya-te puedes ir a la tiznada”… (¡Uta, peor que
“Las noches de Cabiria”!)…
FIN.
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