sábado, 16 de febrero de 2013

El mexicano que no pudo ser Papa

Presente lo tengo Yo

Historia verdadera 

Levítica población es Cotija: tiene espíritu sacerdotal. Me dicen que es la ciudad del mundo que más obispos ha dado a la Iglesia Católica en proporción al número de sus habitantes. No sé si el dato se ajuste a la verdad, pero sí puedo decir que aun ahora se respira en Cotija un aire aarónico. De profundísimo catolicismo, las familias cotijenses consideran máxima gloria tener un hijo sacerdote. En los pasados tiempos todos los niños eran enviados a un seminario, con la esperanza de que alguno de ellos perseverara en los estudios y llegara a ser luminaria en el cuerpo místico de Cristo. Eso hacía que las muchachas de Cotija fueran muchas, y muy pocos sus posibles novios, lo que daba a la población un triste aire romántico de “Doña Rosita la Soltera’’.

Hace algunos años el nombre de Cotija se escuchó en todo el orbe católico, pues cotijense es don Rafael Guízar y Valencia, obispo que fuera de Veracruz, a quien se designó beato. Muy buen lugar ocupa en el Cielo este santo varón, pues era un hombre bueno. También ocupa un lugar amplio, pues era muy sumamente gordo: llegó a pesar 220 kilos, sin aureola. En tiempos de la persecución religiosa llegó a Michoacán el general Joaquín Amaro. Todos los curas se disfrazaron de algo para no caer prisioneros. El único que no se pudo disfrazar de nada fue don Rafael. ¿Cómo podía disimular su tremenda humanidad? Lo hizo llevar Amaro a su presencia. Sin asustarse, el padre Guízar conversó con él de asuntos varios, y luego le arrancó la promesa de que los sacerdotes no serían molestados. Al final de la charla le dijo Amaro dándole una gran palmada en la barriga:

-Usté me gusta pa’ obispo, padrecito. Y de Papa me gustaría también. Lo malo es que no lo podrían cargar en la silla ésa donde cargan a los Papas.

Se refería Amaro a la llamada silla gestatoria.

Lo que da estilo y tono a Cotija, sin embargo, no son sus encumbrados personajes sino su gente más sencilla.

El borrachín del pueblo, Lico Orozco, era furioso comecuras, vehemente jacobino liberal. Su problema era que tenía un hermano sacerdote, a cuyas expensas vivía.

-Oye, Lico —le preguntaba alguno—. ¿Cómo dices que odias a los curas, y sin embargo vives de tu hermano?

-Le hago el gasto pa’ restarle recursos al enemigo -contestaba Lico.

Cierto día una piadosa mujer llevó a la casa del padre Orozco un precioso crucifijo de marfil, con su corona de oro, para que se lo bendijera. No estaba el sacerdote. Lico le quitó la corona a la imagen y la llevó a empeñar para seguir su borrachera. Reclamó la señora al día siguiente, y el padre Orozco, sabedor de las costumbres de su hermano, lo llamó:

-Dime, Federico: ¿quién le quitó al Cristo la corona?

-De Historia Sagrada no sé mucho —respondió tranquilamente el temulento—, pero debe haber sido la Virgen, o si no San Juan.

En otra ocasión iba el tal Lico cayéndose de borracho por la calle. Para no venir al suelo se sostenía en la pared. Pero llegó a la esquina, donde no tuvo ya pared en qué apoyarse, y cayó al suelo. Se sentó y gritó a todo pulmón hecho una furia:

-¡Chingue a su madre el que inventó las bocacalles!

En otra ocasión un hombre le llevó al padre Orozco dinero para que le oficiara una misa por el eterno descanso del alma de su señora madre. Lico recibió aquel dinero, y de inmediato fue a gastárselo en la cantina.

Cuando el sacerdote se enteró del nuevo desaguisado reprendió a su hermano con severidad.

-¿Y ahora cómo le voy a decir la misa a ese hombre? -le preguntó-. No he recibido el estipendio.

Le contestó Lico:

-Dísela, hombre. P’a lo que te cuestan a ti las misas, y p’al material que pones...

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