De politica y cosas peores
H.L. Mencken, aquel desfachatado cínico, dijo que el hombre se resigna
al matrimonio con tal de tener sexo, y la mujer se resigna al sexo con
tal de tener matrimonio. Clarilí, joven esposa, llegó un día a su casa
después de trabajar en la oficina, y quedó gratamente sorprendida al ver
que su marido había hecho todos los quehaceres que usualmente ella
debía hacer. El hombre arregló el departamento; lavó y planchó la ropa;
bañó a los niños, les dio de cenar y los llevó a la cama, y finalmente
preparó una sabrosa cena para su mujercita. Al día siguiente Clarilí le
contó lo sucedido a una de sus compañeras. Ella no daba crédito. Le dijo
con asombro: “¿Por qué hizo todo eso tu marido?”. Explicó Clarilí: “Es
que en la noche siempre estoy demasiado cansada para hacer el amor, y él
pensó que si esta vez me ahorraba las faenas de la casa yo estaría en
disposición de brindarle un rato de buen sexo”. Preguntó llena de
curiosidad la amiga: “Y ¿qué sucedió?”. “Nada —respondió Clarilí—. Él
estaba demasiado cansado para hacer el amor”…
Nadie podrá acusar de
modernismo a Keith O’Brien, cardenal británico. Se ha negado
terminantemente a aceptar cualquier forma de unión legal entre personas
del mismo sexo, y considera que la posición de la Iglesia en temas tales
como el aborto y la eutanasia deriva de “creencias dogmáticas básicas
de origen divino” de las cuales nadie se debe apartar. Sin embargo en
recientes declaraciones hechas a la BBC de Londres el Cardenal O’Brien
se manifestó a favor de que se discuta la cuestión del celibato
sacerdotal. Muchos sacerdotes y religiosos, dijo, encuentran
dificultades para cumplir ese voto, y deberían poder casarse y tener
hijos. En opinión del cardenal tocará al nuevo Papa considerar si la
Iglesia debe modificar su postura en este y otros asuntos que no son de
origen divino. Nadie puede asegurar con bases firmes que el doloroso
tema de los sacerdotes pedófilos está directamente relacionado con el
celibato, pero pienso que no se equivocará quien diga que el celibato
—inexistente en la Iglesia original— atenta en forma grave contra el
derecho natural, que es creación divina, y obedece a causas puramente
humanas. También creo que la Iglesia se revitalizaría, y que la crisis
de vocaciones y la creciente deserción de fieles disminuirían al
admitirse la existencia de sacerdotes casados y de casados sacerdotes.
Igualmente considero que la incorporación de la mujer a funciones
sacerdotales, como sucedía en los primeros tiempos de la Iglesia,
aportaría nueva riqueza humana a la institución. Es gran atrevimiento
del suscrito que habla opinar sobre asuntos tan complejos, pero también
los laicos tenemos derecho a decir nuestro sermón…
Doña Pasita, mujer de
pueblo, anciana, viajó a la gran ciudad en un camioncito Flecha Roja.
Iba a visitar a sus nietas Juana y Petra, que hacía un par de años se
habían ido a la urbe. La primera novedad con que se topó la viejecita al
reunirse con las muchachas fue que ya no se llamaban como antes, Petra y
Juana: ahora Juana era Jeanine, y Petra respondía al nombre de
Pierrette. Mujeres citadinas, ya no eran aquellas sencillas y lozanas
mozas que del pequeño pueblo habían salido. Al verlas tan enlucidas y
adornadas doña Paz recordó una linda canción, La guarecita, que alguna
vez oyó en Ecuandureo, Michoacán, cuando viajaba por el sur con su
marido, visitador de la Recaudación de Rentas. Decía así esa antigua
tonada al hablar de una mujer de la ciudad: “Usa rojas las mejillas, /
las faldas a las rodillas, ha de ser por la calor, / lleva las trenzas
cortadas, / trae las ojeras moradas, / y las uñas de color…”. Así se
veían Juana y Petra: iban pintadas como coche; parecían muñecas
japonesas. También su modo de vestir había cambiado. Ya no lucían medias
de popotillo en virulé, que así se dice cuando las medias se ajustan
arrollándolas en la parte superior. Ahora gastaban medias caladas a
través de las cuales dejaban ver las carnes del chamorro, cosa que a
doña Paz le pareció por demás inconveniente. También llevaban profusión
de perendengues (“Nomás les falta colgarse el molcajete” —pensó la
anciana al verlas), y calzaban zapatos de tacón aguja, no de tacón
panela, tacones anchos, como los que se usaban en el pueblo. Recelosa
les preguntó: “Díganme, hijitas: ¿de qué viven?”. Respondió Juana,
quiero decir Jeanine: “Cosemos, abuela”. Doña Pasita meneó la cabeza y
luego dijo: “Ya me lo imasinaba”…
FIN.
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