lunes, 25 de febrero de 2013

Creencias dogmáticas

De politica y cosas peores

H.L. Mencken, aquel desfachatado cínico, dijo que el hombre se resigna al matrimonio con tal de tener sexo, y la mujer se resigna al sexo con tal de tener matrimonio. Clarilí, joven esposa, llegó un día a su casa después de trabajar en la oficina, y quedó gratamente sorprendida al ver que su marido había hecho todos los quehaceres que usualmente ella debía hacer. El hombre arregló el departamento; lavó y planchó la ropa; bañó a los niños, les dio de cenar y los llevó a la cama, y finalmente preparó una sabrosa cena para su mujercita. Al día siguiente Clarilí le contó lo sucedido a una de sus compañeras. Ella no daba crédito. Le dijo con asombro: “¿Por qué hizo todo eso tu marido?”. Explicó Clarilí: “Es que en la noche siempre estoy demasiado cansada para hacer el amor, y él pensó que si esta vez me ahorraba las faenas de la casa yo estaría en disposición de brindarle un rato de buen sexo”. Preguntó llena de curiosidad la amiga: “Y ¿qué sucedió?”. “Nada —respondió Clarilí—. Él estaba demasiado cansado para hacer el amor”…

Nadie podrá acusar de modernismo a Keith O’Brien, cardenal británico. Se ha negado terminantemente a aceptar cualquier forma de unión legal entre personas del mismo sexo, y considera que la posición de la Iglesia en temas tales como el aborto y la eutanasia deriva de “creencias dogmáticas básicas de origen divino” de las cuales nadie se debe apartar. Sin embargo en recientes declaraciones hechas a la BBC de Londres el Cardenal O’Brien se manifestó a favor de que se discuta la cuestión del celibato sacerdotal. Muchos sacerdotes y religiosos, dijo, encuentran dificultades para cumplir ese voto, y deberían poder casarse y tener hijos. En opinión del cardenal tocará al nuevo Papa considerar si la Iglesia debe modificar su postura en este y otros asuntos que no son de origen divino. Nadie puede asegurar con bases firmes que el doloroso tema de los sacerdotes pedófilos está directamente relacionado con el celibato, pero pienso que no se equivocará quien diga que el celibato —inexistente en la Iglesia original— atenta en forma grave contra el derecho natural, que es creación divina, y obedece a causas puramente humanas. También creo que la Iglesia se revitalizaría, y que la crisis de vocaciones y la creciente deserción de fieles disminuirían al admitirse la existencia de sacerdotes casados y de casados sacerdotes. Igualmente considero que la incorporación de la mujer a funciones sacerdotales, como sucedía en los primeros tiempos de la Iglesia, aportaría nueva riqueza humana a la institución. Es gran atrevimiento del suscrito que habla opinar sobre asuntos tan complejos, pero también los laicos tenemos derecho a decir nuestro sermón…

Doña Pasita, mujer de pueblo, anciana, viajó a la gran ciudad en un camioncito Flecha Roja. Iba a visitar a sus nietas Juana y Petra, que hacía un par de años se habían ido a la urbe. La primera novedad con que se topó la viejecita al reunirse con las muchachas fue que ya no se llamaban como antes, Petra y Juana: ahora Juana era Jeanine, y Petra respondía al nombre de Pierrette. Mujeres citadinas, ya no eran aquellas sencillas y lozanas mozas que del pequeño pueblo habían salido. Al verlas tan enlucidas y adornadas doña Paz recordó una linda canción, La guarecita, que alguna vez oyó en Ecuandureo, Michoacán, cuando viajaba por el sur con su marido, visitador de la Recaudación de Rentas. Decía así esa antigua tonada al hablar de una mujer de la ciudad: “Usa rojas las mejillas, / las faldas a las rodillas, ha de ser  por la calor, / lleva las trenzas cortadas, / trae las ojeras moradas, / y las uñas de color…”. Así se veían Juana y Petra: iban pintadas como coche; parecían muñecas japonesas. También su modo de vestir había cambiado. Ya no lucían medias de popotillo en virulé, que así se dice cuando las medias se ajustan arrollándolas en la parte superior. Ahora gastaban medias caladas a través de las cuales dejaban ver las carnes del chamorro, cosa que a doña Paz le pareció por demás inconveniente. También llevaban profusión de perendengues (“Nomás les falta colgarse el molcajete” —pensó la anciana al verlas), y calzaban zapatos de tacón aguja, no de tacón panela, tacones anchos, como los que se usaban en el pueblo. Recelosa les preguntó: “Díganme, hijitas: ¿de qué viven?”. Respondió Juana, quiero decir Jeanine: “Cosemos, abuela”. Doña Pasita meneó la cabeza y luego dijo: “Ya me lo imasinaba”…

FIN.

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