jueves, 14 de febrero de 2013

Manifestaciones: daños a terceros

De politica y cosas peores 

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, fue a la consulta de un conocido médico a fin de que le recetara algo para fortalecer la libido. El facultativo le dijo luego de escribir la prescripción: “Recuerde usted, señor, que esta pastilla tarda media hora en hacer efecto”. “Entonces no me sirve —se entristeció don Frustracio—. En ese tiempo mi mujer ya se habrá desatado”. ¡Desdichado marido! Tenía que amarrar en la cama a su consorte para poder llegar a ella. Átala con cadenas, lacerado, de las que sirven para anclar los barcos trasatlánticos, pues no es justo ni debido que tu mujer te niegue por sistema el cumplimiento del débito conyugal que determinan tanto el Código Civil como el de Derecho Canónico…

Le pregunté a mi amigo: “¿Cómo pudiste llegar tan puntualmente a nuestra cita frente al Palacio Nacional?”. Me respondió: “Fue muy sencillo. Tomé primero la manifestación Eje Central-Hemiciclo a Juárez. Me bajé en Madero, y ahí tomé la manifestación Monumento a la Revolución-Zócalo”. Miguel Mancera hizo un anuncio de extraordinaria trascendencia: la Secretaría de Transporte se va a llamar ahora Secretaría de Movilidad. Pero sucede que cambiar un nombre por otro es cambiar nada. “La rosa con otro nombre…” etcétera. La Ciudad de México, a pesar de ser la enorme urbe que es, tiene algunas costumbres y usos tan anacrónicos como los de algún vilorrio. Las manifestaciones callejeras constituyen uno de esos desdichados hábitos que no toman en cuenta la legalidad ni el derecho de los demás. He aquí que un grupo de personas, a veces no más de unas cincuentena, puede trastornar la vida de cientos de miles de ciudadanos al impedirles el libre paso por la vía pública. Esas acciones son una forma de violencia que se disfraza de derecho a la manifestación de las ideas, y que es en verdad un atentado contra la vida comunitaria, atentado cuya gravedad no se reconoce, y contra el cual no se hace nada. Todo mundo, es cierto, es libre de protestar, de exigir, de denunciar. Nadie debe hacerlo, sin embargo, conculcando la libertad de los demás. En ese sentido los gobernantes del Distrito Federal han sido siempre omisos. Por temor a ser calificados de represivos permiten que un día sí y el otro también sea trastornada la vida cotidiana de los habitantes de la Capital. ¡Libertad, cuántos desmadres se cometen en tu nombre! Si el actual Jefe de Gobierno del DF pretende que ese cambio de nombre, de secretaría de Transporte a secretaría de Movilidad, sirva para designar algo efectivo, lo primero que debe hacer es desafiar a unos cuantos demagogos —ésos que cambian la ley para sacar libres a los facinerosos—, y conseguir que la movilidad sea efectiva, y que las manifestaciones se lleven a cabo en tal manera que, sin mengua del derecho a la protesta, se eviten daños a la gente común. Los verdaderos políticos son los que preservan la vida civil a través de la recta implantación del orden y la legalidad. Los que por temor no hacen eso son simples politiqueros. (¡Caón, qué finalazo! Lo voy a inscribir, si no en bronce eterno o mármol duradero, si al 7menos en plastilina de buena calidad)…

Decía un individuo: “No entiendo eso de los masajes. Una mujer te frota todas las partes de tu cuerpo, menos aquélla que te gustaría que te frotara”…

Aquel golfista fue interrogado por la policía acerca de la muerte de su esposa en el campo de golf. “Ella iba un poco adelante de mí —relató el sujeto—. Hice el tiro, y la pelota la golpeó en la nuca con tal fuerza que le quitó la vida”. Razona el interrogador: “Eso explica el golpe en la cabeza, pero ¿qué me dice de la pelota que su señora traía incrustada entre los hemisferios glúteos?”. “Ah —contesta el golfista—. Ése fue mi tiro de prueba”…

Don Prematurio le dijo a su mujer: “Me gustaría morirme haciendo el sexo”. “Va a estar difícil—replicó ella—. Con lo rápido que lo haces la muerte no tendrá tiempo de llegar”…

Don Languidio y don Feblicio, caballeros de edad más que madura, estaban conversando en la banca del parque donde todas las tarde se reunían a charlar. Dice de pronto don Languidio: “Tengo una fantasía sexual. Me gustaría hacer el amor con dos mujeres”. Le pregunta don Feblicio: “¿El mismo año?”…

FIN

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