De politica y cosas peores
Mientras más grande es el busto de una mujer, menor es su inteligencia.
Eso dice una conseja popular. Yo pienso que tal afirmación es falsa, y
creo que precisamente la cosa es al revés: mientras más grande es el
busto de una mujer, menor se hace la inteligencia del hombre que está
con ella. Decía un señor de mi ciudad: “Está científicamente comprobado
que las mujeres más inteligentes son las que tienen el busto más
pequeño”. Y añadía: “Por eso a mí me gustan tontotas tontotas”.
Señalamientos como ése no tienen base alguna, y pecan de sexismo. Espero
que nadie califique de sexistas las consideraciones que en seguida voy a
hacer. He dicho siempre, y siempre lo diré, que la mujer es más
inteligente que el hombre, y tiene mayor perspicacia que él. Cuando el
varón acaba apenas de ordeñar la vaca, su compañera ya viene con el
queso, la mantequilla, la crema y el yogurt.
Esto es el resultado de
millones de años de evolución natural y cultural. Los problemas de la
casa son considerablemente más complejos que los problemas de la caza.
La encargada de resolver los de la casa, la mujer, desarrolló entonces
más el cerebro y la sensibilidad que su compañero el cazador. Yo tengo
para mí que Eva usó del fuego antes que Adán, y que fue ella quien hizo
los primeros cacharros, plantó las primeras semillas y domesticó a los
primeros animales, con lo cual hizo que el hombre se hiciera sedentario,
y así naciera la civilización. Ahora que la mujer ha salido de la casa
sucederá, dentro de dos o tres millones de años, que su inteligencia se
abatirá hasta llegar al pobre nivel de la del hombre.
Nosotros —tú y yo—
lo veremos en alguna forma, del mismo modo que hace millones de años
vimos en alguna forma cosas de las cuales ya no nos acordamos. Pero ¿a
qué viene esta farragosa y campanuda prefación, introito, limen,
isagoge, prolegómeno o introducción? Sucede que un cierto amigo mío me
contó un relato cuyo sentido no capté.
Por temor de sacar a la luz
alguna badomía sometí el cuento a la alta consideración de doña Tebaida
Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades
Pías y censora de la pública moral. Leyó la perilustre dama el
chascarrillo, y vino a tierra poseída por un súbito insulto de calambres
espasmódicos, accidente al cual siguió un intenso episodio de
estranguria que se le prolongó a la dama durante varios días. (La
estranguria es dificultad para hacer de las aguas; micción lenta y
dolorosa). Cuando volvió a su ser doña Tebaida me dijo que el chiste que
le mostré es en extremo sicalíptico, uno de los de más subido color que
aquí han aparecido, motivo por el cual debo abstenerme de darlo a los
tórculos o prensas, bajo pena de reprensión sin andulencia. Eso me
preocupó bastante, sobre todo porque no sé qué es andulencia, de modo
que volví a leer la dicha historia, y nada encontré en ella reprochable.
Quizá no la entendí; quizá doña Tebaida vio en ella, con su
clarividencia femenina, demasías que con mi exiguo seso de varón yo no
alcancé a dilucidar. En igual forma tampoco entiendo por qué muchos
comentadores han dudado de la declaración según la cual la explosión en
la Torre de Pemex se debió a una acumulación de gases. Peritos
internacionales, junto con expertos de instituciones tan serias como el
Politécnico y la Universidad, llegaron a esa conclusión, motivo por el
cual no me explico el recelo de algunos, ni su resistencia a aceptar esa
versión. Puedo decir, empero, que el futuro, gran esclarecedor de
enigmas, dirá la última palabra sobre el caso. Si se presenta otro
suceso similar a aquella explosión sabremos con certeza que se ha
abatido sobre nuestro país ese irracional —y a la larga inútil— recurso
de quienes quieren imponer a toda costa su voluntad sobre los demás por
medio del terror. A fuerza de pensar en tales cosas me duele el
pensamiento cuando pienso, dijo Othón. Por eso mejor paso a relatar el
cuentecillo que tanto perturbó a la señora Tridua, y cuya significación
yo no capté…
Una señora le dijo con tono ligero a su marido: “Choqué tu
coche, y le hice una abolladura en el guardafango. ¿Podrás perdonarme si
me pongo de rodillas ante ti?”. Contestó el sujeto: “No es un mal
principio”…
Vuelvo a decir que no entendí el relato. Dejo su sentido a
la imaginación de quienes lo hayan leído, y me retiro presuroso antes de
que me alcancen las iras de la señora Tridua…
FIN.
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