jueves, 7 de febrero de 2013

Historia de dos mujeres (II)

Presente lo tengo Yo

Cada una con su historia

-Nos quedamos, licenciado, en que iba usted a contar la historia de la muchacha que salía sin medias a la calle.

-Ah, sí. Y de la señorita quedada que la veía por la ventana. No deja de ser vulgar la historia. ¿Habrá alguna que no lo sea? La de Dante y Beatriz, posiblemente, porque no acaba en posesión, que es lo que echa a perder el sentimiento. No puede haber amor platónico si ya te la echaste al plato.

-Buena frase, licenciado, si bien un tanto drástica.

-Así salió, y ni modo. Tuve una profesora que decía que el matrimonio es la tumba del amor.

-Por algo lo diría.

-Quien sabe. Ella y su esposo se veían bien avenidos, sobre todo cuando iban al 
cine. El señor usaba cachucha, pues era un poco calvo, y ya ve usted los fríos de Saltillo.

-No perdonan, licenciado, no perdonan. Pero hablábamos de la muchacha que salía sin medias a la calle.

-La recuerdo muy bien. Era trigueña.

-Como el trigo.

-En efecto. Supongo que de ahí viene la etimología. Las mujeres trigueñas son muy interesantes, sabe usted, porque andan entre rubias y morenas. Si las quieres ver rubias las ves rubias; si las quieres mirar morenas las mirarás morenas. Son como aquellas chaquetas que había antes: de dos vistas.

-¿Y a qué se dedicaba la trigueña?

-Tenía un salón de belleza. Luego esos establecimientos pasaron a llamarse “estéticas”.

-¿Sería por influencia de Vasconcelos?

-No lo creo, pero habrá que investigarlo. En esto de los nombres hay caprichos: un pasaporteado que se repatrió le puso a su hijo Usmaíl. Parece nombre de arcángel pero no lo es. Lo que pasa es que en Estados Unidos el señor trabajó en el Correo, y quedó muy agradecido.

-¿Usmaíl qué, licenciado? ¿No se acuerda?

-La verdad no. Además el apellido no añadiría interés a la narración. Permítame seguir con el relato. Aquella muchacha salía a la calle sin medias. Entonces eso era gran escándalo, porque ninguna mujer mostraba las piernas así, sin nada. Hasta las viejas de la calle —perdone usted el vulgarismo— traían medias, y a veces no se las quitaban ni en el momento de ejercer su profesión. Como eran de popotillo —las medias, digo, no las viejas— no se les iba el hilo en las evoluciones.

-Qué bonito.

-Deje usted lo bonito: lo práctico. El caso es que la trigueña salía a la calle con las piernas, como quien dice, al aire. Las tenía blancas y bien torneadas; parecían columnas de alabastro. La comparación no es mía; la leí no sé dónde.

-Quizá en la revista Vea, licenciado.

-Calle usted, que nos van a sacar la edad. Frente al salón de belleza tenía su casa una señorita quedada, y veía a la trigueña salir sin medias a la calle. 

Luego iba a San Juan Nepomuceno y se confesaba con el Padre Quiñones.

-Me acuso, Padre, de que mi vecina sale a la calle sin medias.

-¿Y por qué te confiesas tú de eso? —le decía el severo ignaciano—. La que se debe 
confesar es la que peca.

-Es que ella no se confiesa nunca, y me da miedo que se vaya a ir al infierno. Por caridad me confieso yo en su lugar. ¿No vale eso?

-No, no vale.

Mire usted a la beata salir ahora del templo de San Juan. Va triste. No tiene pecados qué confesar, y los ajenos no se los aceptan. Ella quisiera hacer pecados pero ¿cómo? Nadie le pone ninguna tentación para caer en ella, o al menos para darse un resbaloncito. La señorita entra en su casa y se sienta en la mecedora de la sala. Vive sola. Sola y su alma, a pesar de lo que le pide el cuerpo. Por la ventana pasa, alegre, la muchacha que no se pone medias. La piadosa beata ya no se asoma a espiarla. Allá abajo el reloj de la Catedral suena las seis.

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