lunes, 4 de febrero de 2013

Iglesias y cantinas. Las dos me gustan mucho.

Presente lo tengo Yo

De las cantinas se dicen cosas malas. Y no les falta razón a quienes tal mal dicen. 

Recuerdo triste de mi niñez es haber visto a muchas pobres mujeres esperando en la noche y el frío a que el esposo, el hijo, o hasta el padre, saliera de la cantina para llevarlo a su casa y evitar que cayera al suelo de borracho, y ahí quedara hasta el siguiente día, o que se lo llevaran los gendarmes, con el consiguiente pago de multa que mermaría aún más el ya mermado ingreso familiar.

En abono de las tabernas, sin embargo, debo decir lo que se dice de la Iglesia cuando alguien habla de la conducta de algún mal sacerdote: no es la Santa Madre la responsable de esas desviaciones: son algunos de sus miembros los que se van por el camino malo.

Debe decirse igual de las cantinas. No debemos culparlas de la embriaguez o el alcoholismo; son algunos de sus parroquianos quienes caen en tales extremos perniciosos.

Hasta en los más exclusivos y elegantes clubes del mundo —el Oxford de Londres, el University de Nueva York, el Club de Banqueros en la Ciudad de México— hay borrachitos que andan de mesa en mesa diciendo las cosas que todos los borrachines del mundo acostumbran decir, cada uno en su correspondiente lengua; expresiones como: “Mi estimado”, “Mi distinguido”, “Con todo respeto”, “Entonces ¿me desairas?”, y otras semejantes.

Si no se abusa de ellas, las cantinas son instituciones beneméritas. Así las juzgo yo. Por principio de cuentas la cantina es ya uno de los pocos lugares en que el varón puede encontrarse con sus pares sin la presencia de la mujer. Lo femenino es grato siempre, pero hasta de lo grato debe uno descansar de vez en cuando. La cantina tradicional es coto masculino. No me refiero al ladies bar de los hoteles, ni a las modernas cantinas de hoy en día. Hablo de la auténtica cantina mexicana, con sillas de alambre y puerta de persianas, si es posible.

A mí, lo digo sin recatarme, me gustan esas cantinas. Disfruto mucho en ellas, y gozo el folklore de las tabernas, riquísimo y variado. Soy cliente —menos asiduo de lo que yo quisiera— de famosas cantinas a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Entre ellas una de mis favoritas llegó a ser el Tolo’s, de Monterrey, en donde tocaba un quinteto de viejitos que conocían todas las piezas de mi vasto repertorio de nostalgias.

-Maestro: ¿se saben “Nola”?

Se la saben. Y yo la última vez que escuché “Nola” fue en una interpretación al piano hecha por la señorita Paquita Ramírez, en el Saltillo de los años cincuenta.

-Maestro: ¿podrían tocar “Los millones de Arlequín”?

Pueden. Y esa pieza ya no se escucha nunca desde que la Lotería Nacional dejó de usarla como tema de sus programas en la radio.

-Soy de Saltillo, modestia aparte. Por favor tóquenme el pasodoble “Armillita”.

Y rompe el quinteto a tocar un pasodoble que el cronista no conoce.

-Discúlpeme, maestro. Eso no es “Armillita”. Yo quiero oír el pasodoble que el gran Agustín Lara compuso en honor del Maestro de Saltillo.

-Perdone usted, señor: el pasodoble a que usted se refiere no se llama “Armillita”. Se llama “Fermín”. Este que le acabamos de tocar es “Armillita”, escrito antes que el de Lara por el compositor Fulano.

Bendito sea Dios. Ya quisiera uno aprender en la universidad todo lo que se aprende en las cantinas.

(Continuará).

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