Presente lo tengo Yo
De las cantinas se dicen cosas malas. Y no les falta razón a quienes
tal mal dicen.
Recuerdo triste de mi niñez es haber visto a muchas
pobres mujeres esperando en la noche y el frío a que el esposo, el hijo,
o hasta el padre, saliera de la cantina para llevarlo a su casa y
evitar que cayera al suelo de borracho, y ahí quedara hasta el siguiente
día, o que se lo llevaran los gendarmes, con el consiguiente pago de
multa que mermaría aún más el ya mermado ingreso familiar.
En
abono de las tabernas, sin embargo, debo decir lo que se dice de la
Iglesia cuando alguien habla de la conducta de algún mal sacerdote: no
es la Santa Madre la responsable de esas desviaciones: son algunos de
sus miembros los que se van por el camino malo.
Debe decirse igual
de las cantinas. No debemos culparlas de la embriaguez o el
alcoholismo; son algunos de sus parroquianos quienes caen en tales
extremos perniciosos.
Hasta en los más exclusivos y elegantes clubes del
mundo —el Oxford de Londres, el University de Nueva York, el Club de
Banqueros en la Ciudad de México— hay borrachitos que andan de mesa en
mesa diciendo las cosas que todos los borrachines del mundo acostumbran
decir, cada uno en su correspondiente lengua; expresiones como: “Mi
estimado”, “Mi distinguido”, “Con todo respeto”, “Entonces ¿me
desairas?”, y otras semejantes.
Si no se abusa de ellas, las
cantinas son instituciones beneméritas. Así las juzgo yo. Por principio
de cuentas la cantina es ya uno de los pocos lugares en que el varón
puede encontrarse con sus pares sin la presencia de la mujer. Lo
femenino es grato siempre, pero hasta de lo grato debe uno descansar de
vez en cuando. La cantina tradicional es coto masculino. No me refiero
al ladies bar de los hoteles, ni a las modernas cantinas de hoy en día.
Hablo de la auténtica cantina mexicana, con sillas de alambre y puerta
de persianas, si es posible.
A mí, lo digo sin recatarme, me
gustan esas cantinas. Disfruto mucho en ellas, y gozo el folklore de las
tabernas, riquísimo y variado. Soy cliente —menos asiduo de lo que yo
quisiera— de famosas cantinas a todo lo largo y ancho del territorio
nacional. Entre ellas una de mis favoritas llegó a ser el Tolo’s, de
Monterrey, en donde tocaba un quinteto de viejitos que conocían todas
las piezas de mi vasto repertorio de nostalgias.
-Maestro: ¿se saben “Nola”?
Se
la saben. Y yo la última vez que escuché “Nola” fue en una
interpretación al piano hecha por la señorita Paquita Ramírez, en el
Saltillo de los años cincuenta.
-Maestro: ¿podrían tocar “Los millones de Arlequín”?
Pueden. Y esa pieza ya no se escucha nunca desde que la Lotería Nacional dejó de usarla como tema de sus programas en la radio.
-Soy de Saltillo, modestia aparte. Por favor tóquenme el pasodoble “Armillita”.
Y rompe el quinteto a tocar un pasodoble que el cronista no conoce.
-Discúlpeme,
maestro. Eso no es “Armillita”. Yo quiero oír el pasodoble que el gran
Agustín Lara compuso en honor del Maestro de Saltillo.
-Perdone
usted, señor: el pasodoble a que usted se refiere no se llama
“Armillita”. Se llama “Fermín”. Este que le acabamos de tocar es
“Armillita”, escrito antes que el de Lara por el compositor Fulano.
Bendito sea Dios. Ya quisiera uno aprender en la universidad todo lo que se aprende en las cantinas.
(Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario