sábado, 16 de febrero de 2013

Esperanza política

De politica y cosas peores

Hay cinco palabras que un hombre jamás le dirá a una mujer. Esas palabras son: “Tienes las bubis demasiado grandes”…

Las personas con escrúpulos morales no deben leer esta columna el lunes venidero. Más aún: ni siquiera deben abrir la página en que aparece esta sección. Me alargo: harían bien en abstenerse hasta de tocar el periódico en que se publica. Y si me apuran diré que ese día deben salir de la ciudad, y aun del país. ¿Por qué? Porque pueden quedar  expuestos a los deletéreos efectos que provocará la aparición del cuento que el lunes relataré aquí. La dicha historia se llama “Filatelia”. Tras ese inocuo nombre se oculta una de las más tremebundas badomías que aquí se han dado a luz. Recomiendo cautela, por lo tanto. Nadie eche en saco roto esta oportuna admonición…

Algo está cambiando en México, y está cambiando para bien. Quizá los políticos han hecho examen de conciencia—algunos, sabe usted, la tienen— y se han dado cuenta de que no pueden seguir actuando como antes. O quizá la presión ejercida por los ciudadanos a través de las redes sociales está obligando a los políticos a mejorar la calidad de su actuación. Lo cierto es que vemos ahora cosas que hace apenas un año ni siquiera hubiésemos imaginado. Ahora los dirigentes de los partidos principales dialogan entre sí, y llegan con el Gobierno a acuerdos que pueden traducirse en importantes cambios para México. La mejor prueba de que las cosas están cambiando es que López Obrador no dijo —al menos hasta ahora— que la explosión en la Torre de Pemex fue parte de un compló de la mafia del poder para distraer a la ciudadanía de las maniobras tendientes a entregar nuestro petróleo —con otras cosas más— al extranjero. Tengo una teoría. La madurez de los ciudadanos no es efecto de la madurez de los políticos, sino a la inversa: conforme la ciudadanía se vuelve mejor —más consciente, más preparada, más demandante—, quienes hacen política se ven precisados a mejorar la calidad de su actuación. Pienso que eso está sucediendo entre nosotros. ¿Ingenuidad? Quizá. Pero prefiero ser iluso esperanzado y no pragmático realista condenado al negro abismo de la desesperación. (¡Caón, qué frase esta última! Parece salida de las páginas de “El joyel mirobolante” de don José María Vargas Vila. Voy a apuntarla, a ver si la puedo usar en un concurso de oratoria o en algún manifiesto de esos que firman los suscritos que hablan)…

Las reuniones de tu generación pueden volverse un poco incómodas. Todos tus compañeros se ven tan gordos, tan calvos, tan arrugados, tan canosos, que ninguno te reconoce. Don Añilio, señor de edad madura, fue a la junta anual de su grupo, la primera generación de la Escuela Lancasteriana de Artes Mecánicas, llamada Male porque su fundador era disléxico. Himenia Camafría, madura señorita soltera a quien don Añilio cortejaba con caballerosa discreción, le preguntó en la meriendita de los jueves cómo le había ido en el encuentro con sus antiguos compañeros. Le contó don Añilio: “El grupo lo formábamos 40. Quedamos sólo cinco. En la reunión uno se la pasó hablando de la afección que tiene en los pulmones; otro dijo de los muchos problemas de su hígado; el tercero describió en detalle la enfermedad de sus riñones, y el último se extendió en la enumeración de sus problemas de corazón. Aquello no fue un encuentro de viejos camaradas: pareció más bien un recital de órganos”…

Loretela y su esposo Veneraldo querían tener hijos, y no podían. Les dijo el padre Arsilio, su director espiritual: “Iré a la ermita de San Serenín del Monte, santo patrono de las mujeres que desean ser madres, y encenderé una vela por ustedes”. Nueve meses después el padre Arsilio estaba leyendo su Liturgia de las Horas cuando la señorita Peripalda, catequista, le fue a avisar que Loretela estaba dando a luz. Acudió el buen sacerdote a la clínica de maternidad, y se encontró con la gozosa novedad de que la parturienta había tenido quíntuples. “¡Felicidades, hija mía! —le dijo a la exultante madre-. Has cumplido con creces el bíblico mandato de multiplicar la especie humana. Pero dime: ¿dónde está tu esposo Veneraldo?”. Responde Loretela: “Cuando apareció el tercer bebé salió corriendo a la ermita de San Serenín del Monte, a apagar la vela”…

FIN.

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