De politica y cosas peores
Hay cinco palabras que un hombre jamás le dirá a una mujer. Esas
palabras son: “Tienes las bubis demasiado grandes”…
Las personas con
escrúpulos morales no deben leer esta columna el lunes venidero. Más
aún: ni siquiera deben abrir la página en que aparece esta sección. Me
alargo: harían bien en abstenerse hasta de tocar el periódico en que se
publica. Y si me apuran diré que ese día deben salir de la ciudad, y aun
del país. ¿Por qué? Porque pueden quedar expuestos a los deletéreos
efectos que provocará la aparición del cuento que el lunes relataré
aquí. La dicha historia se llama “Filatelia”. Tras ese inocuo nombre se
oculta una de las más tremebundas badomías que aquí se han dado a luz.
Recomiendo cautela, por lo tanto. Nadie eche en saco roto esta oportuna
admonición…
Algo está cambiando en México, y está cambiando para bien.
Quizá los políticos han hecho examen de conciencia—algunos, sabe usted,
la tienen— y se han dado cuenta de que no pueden seguir actuando como
antes. O quizá la presión ejercida por los ciudadanos a través de las
redes sociales está obligando a los políticos a mejorar la calidad de su
actuación. Lo cierto es que vemos ahora cosas que hace apenas un año ni
siquiera hubiésemos imaginado. Ahora los dirigentes de los partidos
principales dialogan entre sí, y llegan con el Gobierno a acuerdos que
pueden traducirse en importantes cambios para México. La mejor prueba de
que las cosas están cambiando es que López Obrador no dijo —al menos
hasta ahora— que la explosión en la Torre de Pemex fue parte de un
compló de la mafia del poder para distraer a la ciudadanía de las
maniobras tendientes a entregar nuestro petróleo —con otras cosas más—
al extranjero. Tengo una teoría. La madurez de los ciudadanos no es
efecto de la madurez de los políticos, sino a la inversa: conforme la
ciudadanía se vuelve mejor —más consciente, más preparada, más
demandante—, quienes hacen política se ven precisados a mejorar la
calidad de su actuación. Pienso que eso está sucediendo entre nosotros.
¿Ingenuidad? Quizá. Pero prefiero ser iluso esperanzado y no pragmático
realista condenado al negro abismo de la desesperación. (¡Caón, qué
frase esta última! Parece salida de las páginas de “El joyel
mirobolante” de don José María Vargas Vila. Voy a apuntarla, a ver si la
puedo usar en un concurso de oratoria o en algún manifiesto de esos que
firman los suscritos que hablan)…
Las reuniones de tu generación pueden
volverse un poco incómodas. Todos tus compañeros se ven tan gordos, tan
calvos, tan arrugados, tan canosos, que ninguno te reconoce. Don
Añilio, señor de edad madura, fue a la junta anual de su grupo, la
primera generación de la Escuela Lancasteriana de Artes Mecánicas,
llamada Male porque su fundador era disléxico. Himenia Camafría, madura
señorita soltera a quien don Añilio cortejaba con caballerosa
discreción, le preguntó en la meriendita de los jueves cómo le había ido
en el encuentro con sus antiguos compañeros. Le contó don Añilio: “El
grupo lo formábamos 40. Quedamos sólo cinco. En la reunión uno se la
pasó hablando de la afección que tiene en los pulmones; otro dijo de los
muchos problemas de su hígado; el tercero describió en detalle la
enfermedad de sus riñones, y el último se extendió en la enumeración de
sus problemas de corazón. Aquello no fue un encuentro de viejos
camaradas: pareció más bien un recital de órganos”…
Loretela y su esposo
Veneraldo querían tener hijos, y no podían. Les dijo el padre Arsilio,
su director espiritual: “Iré a la ermita de San Serenín del Monte, santo
patrono de las mujeres que desean ser madres, y encenderé una vela por
ustedes”. Nueve meses después el padre Arsilio estaba leyendo su
Liturgia de las Horas cuando la señorita Peripalda, catequista, le fue a
avisar que Loretela estaba dando a luz. Acudió el buen sacerdote a la
clínica de maternidad, y se encontró con la gozosa novedad de que la
parturienta había tenido quíntuples. “¡Felicidades, hija mía! —le dijo a
la exultante madre-. Has cumplido con creces el bíblico mandato de
multiplicar la especie humana. Pero dime: ¿dónde está tu esposo
Veneraldo?”. Responde Loretela: “Cuando apareció el tercer bebé salió
corriendo a la ermita de San Serenín del Monte, a apagar la vela”…
FIN.
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