lunes, 11 de febrero de 2013

La Madre Conchita. Recuerdos para olvidar

Presente lo tengo Yo

Estoy terminando ya el que será el quinto volumen de la serie “La otra historia de México”. Este nuevo libro trata un tema apasionante y apasionado: la guerra de los cristeros. En él aparece, claro —aunque bastante oscuro—, el asesinato de Obregón por el católico Toral. Sale también, y de manera muy destacada, la Madre Conchita, una figura que durante mucho tiempo gozó fama, para unos de asesina, para otros de confesora de la fe, y que ahora está casi olvidada.

La Madre Conchita se llamaba Concepción Acevedo de la Llata, y fue acusada de ser la autora intelectual del homicidio de Obregón. Cuando José de León Toral, el matador del sonorense, la conoció, le maravillaron su sencillez y la confianza que inspiraba. Alguien le había hablado ya de esa una singular monja que en aquellos años —los veintes del pasado siglo— asombraba a algunos, y aun los escandalizaba, por su costumbre de hablarle de tú a todo el mundo.

La religiosa se había especializado en algo que podría llamarse “la dirección de almas’’. No le correspondía esa función, tradicionalmente reservada a los sacerdotes; pero en ciertos círculos, sobre todo femeninos, el consejo de la religiosa era sumamente apreciado. Le gustaba mucho consolar a quienes sufrían alguna aflicción, y era buena mediadora para arreglar conflictos de familia.

Toral recibió de ella, lo dije ya, una impresión muy grata. Solía oír misa en la casa donde estaba oculta la Madre Conchita, y en varias ocasiones le llevó personas necesitadas de orientación. Se hablaban de tú los dos. Cuando después del asesinato de Obregón fueron detenidos, se les dejó solos, pero con vigilancia. Los detectives se asombraron al oírlos tutearse, y de ahí sacaron una conclusión que dieron por segura: Toral y la Madre Conchita eran amantes.

Los dos sufrieron mucho al enterarse de esa calumnia. La verdad es que el tuteo no era resultado de un trato frecuente, y mucho menos íntimo, sino de la costumbre de la Madre Conchita de tutear a todos, y de pedir que a ella también le hablaran de tú.

Toral jamás le comunicó a la reverenda su intención de asesinar a Obregón. A nadie dijo lo que pensaba hacer. Dejó de recurrir al sacramento de la confesión, pues supuso que en conciencia estaba obligado a revelar su pensamiento como pecado de intención, y no quería que ni siquiera el confesor, aun obligado como estaba a guardar el secreto, conociera su propósito. A su muy cercano amigo Manuel Trejo, a quien pidió una pistola, le dijo que era para tirar al blanco.

Así las cosas, la única conclusión válida a que llegué al investigar sobre este asunto es que Toral fue en verdad un asesino solitario. Nadie conspiró con él para planear el crimen, ni éste —como supusieron las autoridades de entonces— fue fruto de un cuidadoso complot. Eso sí: acompañaron a Toral cientos de miles de católicos que pensaban, como pensó él, que sólo la muerte de Obregón podía solucionar el tremendo conflicto entre la Iglesia y el Estado, conflicto que tantas vidas estaba costando. Hasta en eso estaban equivocados. Obregón, a diferencia de Calles, pensaba que el conflicto con la Iglesia debía solucionarse ya, y había confiado a amigos cercanos su intención de arreglar ese problema entablando un diálogo con los jerarcas de la Iglesia ya en su calidad de Presidente.

El asesinato, pues, complicó las cosas en vez de arreglarlas. Quienes recurren a las armas —aunque sea con despistadas bendiciones episcopales— agravan los problemas en vez de resolverlos.

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