Presente lo tengo Yo
Estoy terminando ya el que será el quinto volumen de la serie “La
otra historia de México”. Este nuevo libro trata un tema apasionante y
apasionado: la guerra de los cristeros. En él aparece, claro —aunque
bastante oscuro—, el asesinato de Obregón por el católico Toral. Sale
también, y de manera muy destacada, la Madre Conchita, una figura que
durante mucho tiempo gozó fama, para unos de asesina, para otros de
confesora de la fe, y que ahora está casi olvidada.
La Madre
Conchita se llamaba Concepción Acevedo de la Llata, y fue acusada de ser
la autora intelectual del homicidio de Obregón. Cuando José de León
Toral, el matador del sonorense, la conoció, le maravillaron su
sencillez y la confianza que inspiraba. Alguien le había hablado ya de
esa una singular monja que en aquellos años —los veintes del pasado
siglo— asombraba a algunos, y aun los escandalizaba, por su costumbre de
hablarle de tú a todo el mundo.
La religiosa se había
especializado en algo que podría llamarse “la dirección de almas’’. No
le correspondía esa función, tradicionalmente reservada a los
sacerdotes; pero en ciertos círculos, sobre todo femeninos, el consejo
de la religiosa era sumamente apreciado. Le gustaba mucho consolar a
quienes sufrían alguna aflicción, y era buena mediadora para arreglar
conflictos de familia.
Toral recibió de ella, lo dije ya, una
impresión muy grata. Solía oír misa en la casa donde estaba oculta la
Madre Conchita, y en varias ocasiones le llevó personas necesitadas de
orientación. Se hablaban de tú los dos. Cuando después del asesinato de
Obregón fueron detenidos, se les dejó solos, pero con vigilancia. Los
detectives se asombraron al oírlos tutearse, y de ahí sacaron una
conclusión que dieron por segura: Toral y la Madre Conchita eran
amantes.
Los dos sufrieron mucho al enterarse de esa calumnia. La
verdad es que el tuteo no era resultado de un trato frecuente, y mucho
menos íntimo, sino de la costumbre de la Madre Conchita de tutear a
todos, y de pedir que a ella también le hablaran de tú.
Toral
jamás le comunicó a la reverenda su intención de asesinar a Obregón. A
nadie dijo lo que pensaba hacer. Dejó de recurrir al sacramento de la
confesión, pues supuso que en conciencia estaba obligado a revelar su
pensamiento como pecado de intención, y no quería que ni siquiera el
confesor, aun obligado como estaba a guardar el secreto, conociera su
propósito. A su muy cercano amigo Manuel Trejo, a quien pidió una
pistola, le dijo que era para tirar al blanco.
Así las cosas, la
única conclusión válida a que llegué al investigar sobre este asunto es
que Toral fue en verdad un asesino solitario. Nadie conspiró con él para
planear el crimen, ni éste —como supusieron las autoridades de
entonces— fue fruto de un cuidadoso complot. Eso sí: acompañaron a Toral
cientos de miles de católicos que pensaban, como pensó él, que sólo la
muerte de Obregón podía solucionar el tremendo conflicto entre la
Iglesia y el Estado, conflicto que tantas vidas estaba costando. Hasta
en eso estaban equivocados. Obregón, a diferencia de Calles, pensaba que
el conflicto con la Iglesia debía solucionarse ya, y había confiado a
amigos cercanos su intención de arreglar ese problema entablando un
diálogo con los jerarcas de la Iglesia ya en su calidad de Presidente.
El
asesinato, pues, complicó las cosas en vez de arreglarlas. Quienes
recurren a las armas —aunque sea con despistadas bendiciones
episcopales— agravan los problemas en vez de resolverlos.
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