domingo, 10 de febrero de 2013

Cinturones de castidad. (Contra ellos, abrelatas)

Presente lo tengo Yo

Pocos objetos en la historia han sido tan calumniados como el cinturón de castidad. Entre otras muchas falsedades se dice que los caballeros occidentales —de Francia, de España, de Italia, de Inglaterra— se los ponían a sus esposas para asegurarse su fidelidad mientras ellos andaban en oriente peleando en las Cruzadas. La cosa es al revés: fue en oriente donde los cristianos conocieron los cinturones de castidad, y los llevaron a occidente para darlos a sus esposas como protección contra los piratas, bandoleros y maleantes de todo jaez que acostumbraban violar a las mujeres. 

En un museo de París vi un cinturón de castidad. Sólo con verlo sentí escalofríos. Era una especie de calzón metálico que se ataba a la cintura con un robusto cinturón de cuero. Tenía dos orificios en las partes donde debía tenerlos. Esas entradas —o salidas— estaban protegidas por erizadas púas, también de metal, que hubiesen desanimado al más animoso y hábil violador. Por esos agujeros todo podía salir, nada podía entrar. (Recuerdo a aquel señor, muy serio él, que sintió una molestia en la parte de atrás de su anatomía. Lo examinó un proctólogo y le dijo: “Tiene usted una pequeña fístula en la entrada del ano”. “Querrá usted decir en la salida, señor mío —respondió el caballero con ofendida dignidad—. Por ahí no entra nada”).

Otra palabra relacionada con el sexo, el término “onanismo”, es también vocablo muy calumniado. Hasta la Real Academia dice que onanismo es masturbación. Sin embargo el término “onanismo” viene del nombre de Onán, un personaje bíblico. Y sucede que Onán no se masturbaba, al menos si por masturbación se entiende estrictamente el hecho de estimularse los órganos genitales con la mano. Onán no usaba la suya, y por tanto no puede en rigor decirse de él que se masturbaba. ¿Cómo se iba a masturbar, si su nombre, Onán, significa “el fuerte”, y esos trabajos manuales debilitan cuando se hacen con exceso? Los señores curas de antes nos decían que si nos masturbábamos nos quedaríamos ciegos. Y comentó por lo bajo un compañero mío: “Yo le voy a seguir hasta que necesite lentes”. Es una calumnia, entonces, llamar onanista al masturbador. Onán lo que practicaba era el coitus interruptus. Tenía un hermano llamado Er, casado con una mujer de nombre Tamar. A Er se le ocurrió morirse cuando no había aún embarazado a su mujer. Conforme a una costumbre de los tiempos bíblicos, costumbre llamada “levirato”, Judá, padre de Er y de Onán, le ordenó a éste que se acostara con Tamar, su cuñada viuda, hasta que la preñara. Onán, “sabiendo que la descendencia no había de ser suya”, entraba a Tamar, pero salía de ella en el momento culminante, de modo que la preñez nunca se dio. Jehová, molesto por la ruin estratagema de Onán, le envió la muerte. Pero lo castigó por engañador, no por hacerse cosas él mismo con la mano. Una ingeniosa amiga mía tenía un perico, y le puso por nombre Onán, porque tiraba su semilla en el suelo.

¿Cómo concluye ese edificante relato bíblico, el de Onán? Judá le prometió a Tamar que le enviaría a otro de sus hijos para que la embarazara, pero nunca cumplió el ofrecimiento. Entonces ella se disfrazó de prostituta —no es difícil— y atrajo a su lecho al mismísimo Judá, que se acostó con ella por lujuria, sin advertir que era su nuera. Ella le pidió como pago su báculo, su sello y su cordón. Meses después le fueron a Judá con el chisme de que la viuda de su hijo estaba embarazada. Eso quería decir que había andado de piruja. Judá ordenó que la mataran y quemaran su cadáver. Cuando la sentencia se iba a ejecutar ella mostró los objetos de Judá, y dijo que estaba embarazada del dueño de esas cosas.

Así, aunque aún no se descubría el ADN, Judá tuvo que reconocer su paternidad. Diré entre paréntesis que Tamar, la prostituta, figura en la genealogía de Jesús. En toda genealogía hay al menos una.

Por eso me encanta leer la Biblia. Está llena de ejemplos inmorales.

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