De politica y cosas peores
Don Languidio padecía debilidad crónica de la entrepierna. ¡Desdichado
señor! ¡Un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo habría bastado
para hacer de él un poderoso másculo capaz de dar cumplida cuenta, en
una misma noche, de todo un serrallo, gineceo o harén! Su esposa lo hizo
ir a la consulta de un reconocido médico especialista en males de
varón. Le dijo el facultativo: “Puedo practicarle una sencilla
intervención quirúrgica que lo dejará convertido permanentemente en un
poderoso garañón. La operación cuesta 5 mil dólares, pero doy una
garantía. Lo que no doy son recibos”. “Hablaré acerca de esto con mi
esposa” –dijo don Languidio. Al día siguiente llamó por teléfono al
doctor: “Dice mi señora que con ese dinero mejor se va a ir una semana
con sus amigas a Las Vegas”…
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado,
vio a su suegra muy atareada buscando algo. “¿Qué busca, suegrita?” –le
preguntó con melifluo tono más falso que busto de vedette. “Busco la
escoba—respondió la suegra—. No la puedo hallar”. “Ya no busque —le
dice, obsequioso, el tal Capronio—. Llévese mi coche”…
Benedicto XVI es
un Papa extraordinario. Teólogo eminente, escritor notable, es una de
las más altas voces de nuestro tiempo y nuestro mundo. Su labor
trasciende el ámbito de lo meramente religioso.
Desde el momento mismo de su asunción al trono de San Pedro hubo de cargar una mortificadora cruz: la continua comparación que se hacía de él con su carismático predecesor, Juan Pablo, personaje brillantísimo, dueño de excepcionales prendas físicas y de maravillosas dotes para la comunicación. Ratzinger, en cambio, es un hombre más de estudio que de acción; no convoca multitudes; tiende más bien a la reflexión, y va por caminos de ortodoxia. Sus posturas conservadoras le han atraído ásperas críticas; se le ha juzgado retrógrado, inquisitorial. Sin embargo mantuvo intacto el depósito de la fe, y sus obras han enriquecido grandemente el acervo doctrinario de la Iglesia. Su mayor aportación, sin embargo, es la renuncia que en forma inesperada anunció ayer. Graves, gravísimos motivos debe haber tenido para hacer esa renunciación que lo pone en la lista de los muy pocos Papas que en el curso de la historia de la Iglesia han abdicado de su cargo. De inmediato se oyeron voces de reproche; se le comparó –otra vez- con Juan Pablo, quien pese a terribles quebrantos de salud, y a los achaques de la ancianidad, se mantuvo en su puesto hasta el final.
Recordamos con tristeza la figura de Karol Wojtyla en los últimos tiempos de su vida, doblegado por el peso de los años y de los sufrimientos físicos. Tuvo una penosa ancianidad, y fue difícil su paso hacia la muerte.
No sabemos los males, presentes o futuros, del cuerpo o de la mente, que llevaron a Benedicto a que en conciencia se preguntara si podía seguir conduciendo con eficacia y tino la nave de la Iglesia. Su postura, entonces, es de humildad. Por encima de su persona pone el bien de la milenaria institución que tiene a su cuidado. Numerosos católicos hemos estado en desacuerdo con algunas de las posturas asumidas por Joseph Ratzinger. Todos, sin embargo, habremos de reconocer la grandeza que hay en este rasgo de desprendimiento. Por diversos motivos he admirado al Papa Benedicto. Ahora lo admiro mucho más…
Desde el momento mismo de su asunción al trono de San Pedro hubo de cargar una mortificadora cruz: la continua comparación que se hacía de él con su carismático predecesor, Juan Pablo, personaje brillantísimo, dueño de excepcionales prendas físicas y de maravillosas dotes para la comunicación. Ratzinger, en cambio, es un hombre más de estudio que de acción; no convoca multitudes; tiende más bien a la reflexión, y va por caminos de ortodoxia. Sus posturas conservadoras le han atraído ásperas críticas; se le ha juzgado retrógrado, inquisitorial. Sin embargo mantuvo intacto el depósito de la fe, y sus obras han enriquecido grandemente el acervo doctrinario de la Iglesia. Su mayor aportación, sin embargo, es la renuncia que en forma inesperada anunció ayer. Graves, gravísimos motivos debe haber tenido para hacer esa renunciación que lo pone en la lista de los muy pocos Papas que en el curso de la historia de la Iglesia han abdicado de su cargo. De inmediato se oyeron voces de reproche; se le comparó –otra vez- con Juan Pablo, quien pese a terribles quebrantos de salud, y a los achaques de la ancianidad, se mantuvo en su puesto hasta el final.
Recordamos con tristeza la figura de Karol Wojtyla en los últimos tiempos de su vida, doblegado por el peso de los años y de los sufrimientos físicos. Tuvo una penosa ancianidad, y fue difícil su paso hacia la muerte.
No sabemos los males, presentes o futuros, del cuerpo o de la mente, que llevaron a Benedicto a que en conciencia se preguntara si podía seguir conduciendo con eficacia y tino la nave de la Iglesia. Su postura, entonces, es de humildad. Por encima de su persona pone el bien de la milenaria institución que tiene a su cuidado. Numerosos católicos hemos estado en desacuerdo con algunas de las posturas asumidas por Joseph Ratzinger. Todos, sin embargo, habremos de reconocer la grandeza que hay en este rasgo de desprendimiento. Por diversos motivos he admirado al Papa Benedicto. Ahora lo admiro mucho más…
Pepito le propuso a Rosilita:
“Juguemos al marido y la mujer”. “Ahora no —respondió la pequeña—. Me
duele la cabeza”.
“¡Oye! —protestó Pepito—. ¡No le pongas tanto realismo al juego!”…
“¡Oye! —protestó Pepito—. ¡No le pongas tanto realismo al juego!”…
Astatrasio Garrajarra llegó al bar donde solía
hacer sus libaciones y le pidió al cantinero un whisky doble. Le dijo
que se lo sirviera aprisa, pues había dejado a su esposa en el auto, y
la noche era tremendamente fría. El tabernero le sirvió la copa, y
Garrajarra la bebió. Pero en seguida pidió otra, y otra, y otra, y otra
más. El hombre de la cantina se preocupó, pues recordó que Astatrasio
había dicho que su mujer estaba en el automóvil, y la temperatura era de
bajo cero. Fue al estacionamiento y ¿qué vio? ¡A la mujer de Garrajarra
en el asiento de atrás del coche, en ilícito consorcio adulterino con
Afrodisio Pitongo, amigo cercano de Astatrasio! Regresó el cantinero y
le dijo a éste: “Creo que deberías ir a ver lo que está sucediendo en tu
automóvil”: Intrigado, Garrajarra fue al estacionamiento. Volvió poco
después con una gran sonrisa. “¡Ah, ese Afrodisio! —dijo en tono de
bula—. ¡Está tan borracho que cree que soy yo!”…
FIN.
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