sábado, 2 de febrero de 2013

‘Piensa mal y acertarás’

De politica y cosas peores

Afrodisio Pitongo, hombre de libídine arriscada, llegó a la oficina con los ojos morados, lleno de cardenales y lacerias. Le preguntaron sus compañeros, alarmados: “¿Qué te sucedió?”. Responde con quebrantada voz el tal Pitongo: “Me golpeó un amigo porque estuve de acuerdo con él”. “¿Cómo es eso?” –se asombraron los otros. Explica Afrodisio: “Dijo él: ‘Mi mujer es buenísima en la cama’. Y dije yo: ‘Es cierto’”…

Susiflor le comentó a Dulcilí: “La virginidad es como un billete de mil pesos: si lo das no te queda nada, y si lo conservas no te sirve de nada”…

El médico tenía su mano puesta en la parte más alta del muslo de la hermosa chica. Pregunta ella, intrigada: “¿Está usted seguro, doctor, de que ahí es donde se debe tomar el pulso?”…

Antes de lo esperado doña Macalota llegó a su casa de un viaje, y encontró a su esposo, don Chinguetas, tomando una ducha con la joven criadita de la casa. 
“¿Qué significa esto?” –preguntó doña Macalota, que tenía una extraña propensión a indagar el significado de las cosas. Respondió, imperturbable, don Chinguetas: “Tú sabes bien que me gusta cantar bajo la regadera, y ya me cansé de hacerlo sin acompañamiento”…

Ilustra mi comentario de hoy una ancianita que solía decir al confesarse: “Me acuso, padre, de que levanto falsos que luego salen ciertos”. En efecto, la naturaleza humana, tan inhumana a veces, nos lleva siempre a pensar mal, pues no pocas veces a fin de cuentas eso equivale a haber pensado bien. El refranero popular, tan realista que linda con lo cínico, propone una regla que al parecer no falla: “Piensa mal y acertarás”. La explosión en el edificio de Pemex dio lugar a que inmediatamente algunos pensaran en la posibilidad de un atentado terrorista. La especie no se debe admitir sin más ni más, pero tampoco sin más ni más se debe desechar. Hay fanáticos de ideologías extremistas que no vacilan en llegar a la violencia criminal para imponer o preservar sus dogmas. Desde luego a estas alturas los expertos ya saben a qué se debió aquel hecho desastrado. Lo deseable es que se nos diga la verdad acerca de lo sucedido. Es mejor estar intranquilos en la verdad que con calmo sosiego en la mentira. Yo quiero pensar que se trató de un accidente —casi siempre esa es la versión oficial que se da—, pero… ¡Insensato columnista! ¡Con esos puntos suspensivos dejaste en suspenso a la República! Y eso que son nada más tres. ¿Te imaginas si hubieran sido seis puntos suspensivos, o 14, ó 36? ¿Acaso no tenemos ya suficientes motivos de inquietud? ¿A tantas y tantas causas de zozobra añades una más? ¿En qué país vivimos? O, mejor enunciada la pregunta: ¿en qué país sobrevivimos? Ea, moja tu cálamo en tinta no tan negra, y exorna tu peroración con algunos relatos de humor lene que pongan al menos una vislumbre de vaga claridad en la calígine que nos rodea…

Don Añilio llevaba en las espaldas muchos almanaques, aunque no tantos que se hubiesen acabado en él las apetencias por esa dulce pasta —la expresión es de don Federico Gamboa— que es la tibia y muelle carne femenina. Una tarde el provecto caballero visitó a su amiguita Himenia Camafría, célibe madura pero que también había conservado sus coqueterías. Animado por dos o tres copitas de vermú que le escanció la dama don Añilio le recitó algunos versos sugestivos (“Bésame con el beso de tu boca, / cariñosa mitad del alma mía. / Un solo beso el corazón invoca, / que la dicha de dos me mataría”), lo cual puso a la dueña de la casa en apretada tentación de dar al traste con la reserva y parsimonia que hasta entonces había usado en el trato con el sexo opuesto. La detuvo, sin embargo, el recuerdo de sus lecturas de piedad en el Colegio de las Adoratrices, entre ellas el libro “Pureza y hermosura”, de Monseñor Tihamer Toth. Para desviar el curso que las cosas iban tomando se echó aire vigorosamente con un abanico en el cual aparecía Pedro Infante vestido de motociclista de tránsito. Don Añilio solicitó, vehemente: “¡Un beso al menos, cara amiga mía!”. “Hagamos una cosa —sugirió la señorita Himenia así estrechada—. Me esconderé en algún sitio de la casa, y usted me buscará. Si me encuentra le daré el ósculo que me pide. Si no me encuentra, estoy atrás de las cortinas del comedor”…

FIN.

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