jueves, 21 de febrero de 2013

Profetas y proxenetas

Presente lo tengo Yo

Están frente a frente dos hombres liberales. Uno es austriaco. Su nombre es Maximiliano de Habsburgo. No equivoqué el calificativo: Maximiliano fue gran liberal, posiblemente más que don Benito Juárez. Aunque no más que su esposa, debo decir. Carlota Amalia fue más liberal que don Benito y don Maximiliano juntos, con todos los Prietos, Ocampos y Lerdos añadidos.
  
Mujer de su tiempo -y casi del nuestro, pues murió en 1927- Carlota profesó con vehemencia las tesis del liberalismo. Esas ideas la malquistaron con el Vaticano en días cruciales de su vida; quizá fue la rencorosa inquina de la curia romana lo que le causó a aquella infeliz mujer la pérdida de la razón. En efecto, ciertas cartas de Carlota en las cuales decía pestes del clero mexicano cayeron en manos de agentes del Papa, quienes las entregaron al Cardenal camarlengo. Cuando postrada de rodillas Carlota le rogó al Pontífice que interviniera a fin de que Napoleón III siguiera apoyando el trono de su marido en México, el Papa, mudo, rígido, le extendió esas cartas. ¿Cómo, le dijo sin palabras, le pedía ayuda si así había actuado contra los intereses de la Iglesia en aquella nación americana?

Pero esa es otra historia. Tristísma, por cierto, pero es otra. La que quiero narrar es la del encuentro de aquellos dos grandes liberales, Maximiliano y el otro. ¿Quién es el otro? Es don Jesús Terán. Este señor nació en Aguascalientes. Abogado, fundó el Instituto Científico y Literario de su ciudad natal, plantel que es allá lo que el Ateneo Fuente es aquí. Sus méritos lo llevaron a la Ciudad de México. Fue secretario de Relaciones de don Benito Juárez, quizá el que menos tiempo ha durado en ese cargo, pues lo ocupó menos de una semana, del 6 al 12 de abril de 1862. El Benemérito de las Américas -todavía no se le conocía con tal nombre- lo designó ministro plenipotenciario de México en España e Inglaterra, y don Jesús aceptó el cargo, pero con una condición: como el erario nacional estaba pobre -aunque no tanto como ahora-, él iría a Europa pagando de su dinero el viaje, la estancia allá y todos los gastos de su representación. Don Benito aceptó eso de mil amores. De 500, más bien, por la penuria del erario.

Otros rasgos semejantes de desprendimiento había tenido don Jesús Terán. Siendo gobernador de Aguascalientes repartió una gran hacienda entre los peones acasillados y campesinos en general de la comarca. La hacienda que repartió no era suya, es cierto, pero tal detalle no quita el desprendimiento. Honor a quien honor merece.

Don Jesús Terán ha llegado, pues, a Miramar, el austero y aun así precioso castillo que tiene Maximiliano, donde vivía una feliz vida de poeta, navegante y estudioso de la naturaleza. Llegó don Jesús el 3 de mayo de 1864. Maximiliano iba a ser Emperador de México: una comisión de mexicanos le había ofrecido el trono imperial a nombre del pueblo. El señor Terán se proponía convencerlo de que no aceptara la corona. Nadie le había encargado esa encomienda: él mismo se la fijó, e iba a cumplirla.

¿Logrará su propósito don Jesús Terán? ¿Disuadirá a Maximiliano, o subirá éste al trono? ¿Durará aquel efímero imperio? ¿Caerá? ¿Qué suerte correrá el emperador? Las respuestas a todas estas apasionantes preguntas podrá usted conocerlas en el próximo capítulo. (Continuará).

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