Presente lo tengo Yo
Es la noche del Sábado de Gloria. Esa noche hay baile en todos los
ejidos, congregaciones y pequeños pueblos campesinos. ¿Dónde estamos? En
cualquier parte del noreste de México. Puede ser en Coahuila; puede ser
en Tamaulipas; puede ser en Nuevo León. El baile se lleva a cabo en un
galpón, una como bodega grande que se usa para seleccionar manzanas. O
naranjas. Toca un conjunto de acordeón, bajosexto y tololoche. Los
músicos han tocado ya “La Cacahuata”, “El Circo” y “Evangelina”.
Ahora interpreta “Los jacalitos”.
Un joven ranchero vestido con pantalón
de mezclilla, camisa a cuadros, sombrero texano y botas vaqueras
“nombra” a una muchacha del lugar. El ranchero es alto y es fornido.
Cuando habla con sus amigos luce arrogante y decidido, pero ahora se
nota tímido, y su voz casi es un murmullo cuando dice:
-¿Bailamos, señorita?
Ella levanta hacia él la mirada de sus grandes ojos cafés y responde:
-Ahorita no, gracias.
Pero él insiste:
-Aunque sea la del cumplimiento.
Ella se levanta a bailar. Es por cumplir, nada más, por no hacerle desaire a aquél que la ha invitado.
Termina
la pieza y él la lleva a su lugar. Le da las gracias tocándose el ala
del sombrero, pero antes de retirarse hace otra petición:
-¿Le parece si bailamos terciadas?
Le
está pidiendo bailar con él una pieza sí y otra no. Eso sucede cuando
los bailadores han estado a gusto con su pareja. Ella ha sentido el
fuerte brazo del muchacho en su cintura, el cálido muro de su pecho y la
ruda caricia de su mano, callosa mano de hombre trabajador. Responde
entonces mirándolo con una nueva mirada:
-Bueno.
Ya no baila
con nadie ninguno de los dos. Ambos esperan a que acabe la pieza de no
bailar y llegue la de bailar. Y él la nombra de nuevo.
A la tercera él propone:
-¿Bailamos seguido?
Eso
significa que ya bailarán todas las piezas el uno con el otro. Según
las costumbres y usos lugareños eso es manifestación de un compromiso
entre la pareja. Pero él no ha dicho nada. Y ella tampoco habla: cuando
esperas no hablas. Entre una pieza y otra los dos quedan de frente, sin
mirarse. Se acomoda él su paliacate, que trae en el cuello a modo de
corbata; ella, con un pañuelito de encaje, diminuto, se enjuga las gotas
de sudor en la frente. Ambos pierden la mirada en el vacío; parece que
lo ven todo, pero no miran nada.
Los ojos de uno quisieran posarse en
los del otro, pero eso no se vería bien. Estamos en Coahuila -o en Nuevo
León, o Tamaulipas- pero igual pasa por el aire la copla que recogió
don Ricardo Palma en el Perú:
No me mires, que miran que nos miramos.
Miremos la manera de no mirarnos.
No nos miremos,
Y cuando no nos miren
nos miraremos.
Termina
el baile. Son ya las dos de la mañana. Ha concluído la última pieza.
Fue un chotis que se llama “Amor de Madre”. Lo pidieron las señoras de
edad, ya como despedida. El ranchero conduce a la muchacha a su lugar.
Ahí la esperan su madre, sus hermanas y amigas. Ella sonríe, pero se
angustia en su interior: bailó toda la noche con aquel muchacho, y él no
le dijo nada. ¿Cuáles serán sus intenciones? Sí no se le declara ella
va a quedar mal ante el pueblo, y será objeto de irrisión. Ya llegan a
donde están los otros. De pronto él la detiene por el brazo, la mira con
mirada que es al mismo tiempo suplicante e imperiosa y le dice:
-¿Qué no comprende?
Ella comprende. ¿Qué mujer no comprende a su hombre? ¿Qué mujer no comprende la vida? Responde solamente:
-Sí.
Un año después se casan.
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