Presente lo tengo Yo
Esta señora viene una vez por semana a visitar a su hijo. Los
domingos llega siempre al colegio, al mediodía, y está con él toda la
tarde. Lo lleva a la Alameda y le compra un rehilete y un manzaní.
Después lo lleva de nueva cuenta al internado, y con un beso se despide
de él.
Esta señora es elegante. Viene en carro de sitio. Las
placas de ese automóvil son de Nuevo León. Viste con elegancia la
señora, elegancia quizás un poco llamativa, al menos para los usos de
Saltillo. Además es alta y rubia. Su peinado es de los que se llaman
“permanente”. Parece artista. Le da un cierto aire a Emilia Guiú, la que
salió con Pedro Infante en “Angelitos negros”.
Pero es muy
reservada la señora, apenas cruza palabra con el Hermano que la recibe
cuando llega y le entrega al niño. En el colegio hay internos y medios
internos. Éstos nada más comen ahí; los otros también duermen. Les está
terminantemente prohibido, bajo pena de pecado, decir cómo es su vida en
el colegio. Los demás murmuramos. Alguien oyó decir que los internos se
bañan con una especie de camisón que les llega hasta los pies.
También
se dice que los internos rezan todas las noches un rosario, de rodillas,
antes de ir a la cama. Quién sabe. Se ven tristes, eso sí. ¿Por qué? No
lo podemos explicar. ¿Tristes, y todas las tardes, cuando nos hemos ido
los externos, y los domingos además, tienen para ellos solos el gran
patio de juegos, y los balones?
Algunos compañeros que viven por
cerca del colegio han visto a la señora, y han visto también el
automóvil en que llega. Es un De Soto azul. Un día yo también lo vi, por
pura casualidad. Iba con mi mamá a visitar a la hermana de Héctor
González Morales, una señorita que se llamaba Gudelia y vivía por la
calle de Hidalgo al sur. Vi aquel enorme coche azul estacionado ante la
puerta del colegio. En el preciso instante en que pasábamos salió mi
compañero con la señora. Así supe que era su mamá. Al día siguiente
revelé el dato, y eso me dio una popularidad que duró 5 minutos. ¿Acaso
duran más las otras popularidades?
Pude ver bien a la señora.
Recuerdo que me llamó mucho la atención una prenda de piel que le
colgaba de los hombros. Hacía un poco de frío, y la señora lucía aquella
piel que terminaba en una pequeña cabeza de animal, el hocico afilado,
los ojillos negros de cuentas de cristal. Yo nunca había visto una
prenda igual, pero mi mamá me dijo que las artistas usaban mucho tales
prendas.
Demos ahora un salto en el tiempo. ¡Tantos saltos da el
tiempo en nosotros! Ahora soy un jovenzuelo que va de ocultas a
Monterrey y tiene amigos mayores que él. Estos amigos conocen ya las
cosas de la vida.
—Vamos allá —dicen un día.
Yo no sé dónde
es “allá”, pero igual voy. Allá vamos todos. Estamos en la calzada
Madero, y es de noche. Hay una puerta que tiene un foco rojo. Entramos
por ahí a un salón oscuro. Hay mesas en donde beben hombres, algunos
solos, otros acompañados por una mujer, solitarios todos. Algunas
parejas bailan la torpe música que sale de una murga. Junto a la puerta
hay un mostrador. Aburrida ante una caja registradora, el rostro
apoyado en una mano, perdida la mirada en el vacío, está la dueña del
negocio, una mujer rubia, ya de años, que tiene una cierta semejanza con
Emilia Guiú.
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