domingo, 15 de febrero de 2009

Remedio

De politica y cosas peores
 
Era una llama al viento, y el viento la apagó. Este principio no parece propio para empezar un cuento sicalíptico, que eso es lo que enseguida voy a relatar, pero me sirve para decir sin sobresaltar a nadie que Claraliria falleció. Claraliria era una romántica muchacha que leía a Nervo, lloraba cuando oía la Serenata de Schubert —invariablemente preguntaba quién era el autor de esa melodía tan linda—, y copiaba las actitudes lánguidas de Greta Garbo.
 
Un día la pobre joven enfermó, seguramente de melancolía, y poco después se le apagó el aliento de la vida. Murió cual lirio que marchita el cierzo; como Margarita Gautier, como María, la de Jorge Isaacs. Grande fue la desesperación de sus infelices padres; mayor aún la pena de Leovigildo, que así se llamaba el novio de la pobre muerta.
 
En la casa de la muchacha se levantó el túmulo mortuorio. La vistieron de blanco —obligado es decir que parecía novia—; la cubrieron de flores. Deudos y amigos en honda cuita se congregaron para rezar. De pronto alguien advirtió que Claraliria había movido los párpados, como si quisiera despertar del sueño de la muerte. Un médico fue llamado con urgencia.
 
El facultativo ordenó que el ataúd se abriera, y procedió a auscultar con detenimiento a la muchacha. “Esta joven no está muerta —dictaminó ante el asombro de la concurrencia—. Quedó privada de sentido, pero vive”. Prorrumpió, exultante, la mamá de Claraliria: “¡Alabados sean los Dulces Nombres de Jesús, María, José, Santa Ana y San Joaquín; lo mismo que San Pedro y San Pablo; los cuatro evangelistas: San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan; Santa Eduwiges de Hungría, San Miguel Arcángel, San Juan Nepomuceno, San Hipólito, Santa Margarita María Alacoque y San Isidro Labrador!”.
 
Y es que la piadosa señora tenía varias y diferentes devociones, y con ninguna quería quedar mal. Dijo el médico: “Para hacer que esta joven cobre vida es necesario someterla a una fuerte impresión que le sacuda al mismo tiempo cuerpo y alma, y la haga así volver a los sentidos”. “¿Qué recomienda usted, doctor?” —preguntó, ansioso, el papá de Claraliria—.
 
Respondió el galeno: “Sé que mi prescripción es un tanto cuanto heterodoxa, pero creo que lo mejor sería que el novio de la muchacha le hiciera el amor. Eso seguramente le movería a la paciente los cuatro humores del cuerpo: sangre, pituita, bilis y atrabilis, lo mismo que las tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad, con lo cual regresaría a la vida”. La mamá de Claraliria se negaba a aceptar ese remedio: los muchachos, dijo, no estaban casados; les estaban vedados, por lo tanto, los goces del connubio. “Muy relativos, por cierto”, acotó mirando de soslayo a su marido.
 
Pero el padre de Claralilia dijo que eso se podría arreglar después, y finalmente la señora accedió a que Leovigildo le administrara a su novia el medicamento recetado por el facultativo. La muchacha fue llevada a su alcoba; en ella —quiero decir en la alcoba— entró el novio, y los circunstantes se retiraron a esperar el resultado de aquella intervención. No tardaron mucho en conocerlo: media hora después salieron de la recámara Claralilia y Leovigildo. Él se veía languidecido y agotado; ella, en cambio, lucía rozagante, pimpante, exuberante, llena de vida y de color.
 
No es lo mismo, en efecto, dar que recibir. La milagrosa resurrección de la que todos creían muerta fue recibida con pasmo y alegría, y por mucho tiempo se habló de ella en toda la comarca.
 
Pasaron unos meses, y falleció el abuelo de Claralilia. “Ni modo —declaró el padre de la muchacha, hijo del muerto—. Bien vale la pena que papá sufra una pequeña vergüenza, con tal de que reviva.
 
Traigan otra vez a Leovigildo”...
 
FIN.

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