martes, 24 de febrero de 2009

Hostia santa

Presente lo tengo Yo
 
Cuando llegó a Veracruz el primer barco que traía a México refugiados españoles, los pasajeros y tripulantes del navío se asombraron al ver en el malecón una vociferante turba de mujeres que portaban mantas y cartelones que decían: HUELGA DE TORTILLERAS.
 
Sucedió que las sufridas señoras que hacían tortillas y las vendían en el mercado decidieron ponerse en paro permanente, pues les subieron el costo de la masa sin permitirles a ellas aumentar el precio de su mercancía. Pero en España la palabra “tortillera” no servía para designar a la mujer que hace y vende tortillas —allá no hay tortillas como las de nosotros—, sino para nombrar a la mujer que gusta de tener trato sexual con otra mujer. Cuando vieron aquello de: “Huelga de tortilleras”, los españoles recién llegados se preguntaron con asombro qué motivo tenían esas mujeres para ponerse en huelga, y en qué modo o manera la iban a efectuar.
 
Un cierto amigo mío, sudamericano él, dice que lo mejor que tiene México es el taco. “El que me gusta más —añade— es el de tortilla”. La primera vez que le oí decir eso le pregunté cómo era el taco de tortilla. Jamás había oído yo hablar de él; pensé que era un invento de la nueva cocina mexicana. Me contestó: “Es una tortilla a la que le pongo sal, y luego la envuelvo igual que un taco y me la como. Pocos manjares he probado en mi vida tan sabrosos”.
 
Y vaya que las tortillas de hoy casi no son tortillas. Tortillas aquellas de mi feliz niñez, hechas con nixtamal que se llevaba al molino, y elaboradas por sapientísimas mujeres que de las palmas de sus manos sacaban aquel prodigio en forma de perfecto círculo, tan perfecto que ni siquiera Euclides habría podido trazarlo con precisión mayor.
 
Caían sobre el comal esas maravillas, y después de cocidas por un lado se inflaban mágicamente por el otro. “Como un sapito”, decíamos mientras las esperábamos, golosos, para “capearlas” —o sea recibirlas en el aire— antes de que llegaran a la canasta. Si a la tortillera se le inflaban las tortillas eso significaba, según decía la conseja, que su suegra le tenía buena voluntad. Ungidas levemente con manteca de puerco, y con añadidura de unos granitos de sal, tales tortillas tenían sabor de gloria. Comparadas con las de ahora, que se hacen en máquina con harina prefabricada de maíz, eran como maná del cielo junto a un bocado de aserrín.
 
En Sombrerete, Zacatecas, entré cierto día en una pequeña fonda. Me preguntó la muchacha que atendía a la clientela: “Sus tortillas ¿las quiere de hombre o de mujer?”. Le pregunté cuáles eran unas y cuáles otras. “Las de mujer —me explicó— son las que hacemos las mujeres. Las otras son las de tortillería”. Claro que pedí tortillas de mujer. Entiendo las exigencias de nuestro mundo actual, pero pienso que el inventor de la máquina de hacer tortillas incurrió en grave sacrilegio. Al rato se va a inventar una máquina para escribir poemas o componer canciones.
 
Un inspirado vate ramosarizpense, Fidencio Flores, le hizo una oda a la tortilla, y la llamó “hostia santa”. Cada tortilla es eso: una hostia. Con ella se ha de comulgar como con la sagrada forma. Si el pan es fruto de la tierra y del trabajo del hombre, la tortilla era algo mucho mejor: un fruto de la tierra y del trabajo de la mujer. Espero no irme de este mundo sin volver a comerme una de aquellas miríficas tortillas hechas por palmoteo de manos femeninas. Le pondré a esa tortilla un poco de mantequita de puerco, y un tenue espolvoreo de sal. La comeré como una eucaristía, y eso será una anticipación del paraíso.

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