miércoles, 11 de febrero de 2009

El retrato

Presente lo tengo Yo
 
Soy una romántica.
Así decía doña Mati:
-Soy una romántica.

Y al decir eso echaba la cabeza hacia atrás, como Greta Garbo en “Camille”.

El problema es que doña Mati —abreviatura de Matilde— no se parecía nada a Greta Garbo. Ignoro cuánto pesaba esta famosa actriz, pero Doña Mati pasaba de las 10 arrobas. Uso esa medida de peso para no decir que pesaba más de 120 kilos, lo cual se oye poco caballeroso. Cuando iba por la calle doña Mati los que venían en dirección contraria debían bajar al arroyo de la calle, pues ella llenaba toda la acerca con su profusa humanidad. Tenía una gran papada, y el busto y el abdomen se le confundían en una misma voluminosa mole. Si se sentaba en su sillón el mueble gemía con ese triste llanto de las cosas cuando abusamos de ellas.

Pese a su peso, doña Mati era en verdad una romántica. Después de oír la Serenata de Schubert —“¿Quién es el autor?

”, solía preguntar— se enjugaba con la puntita del pañuelo una furtiva lágrima, y al declamar “El seminarista de los ojos negros” trataba en vano de ocultar sus emociones, pues el copioso seno se le sacudía con movimientos sísimicos de 6 grados en la escala de Mercali, por los sollozos contenidos.

Doña Mati tenía en su casa una tertulia literaria. Recibía todos los jueves por la tarde a un selecto grupo de señoras y señores que gustaban de las cosas del espíritu. Los atendía con cortesía antigua, y acabada la sesión de poesía y canto les hacía el obsequio de una taza de chocolate “y unas pastitas”, decía ella con elegancia. Las tales pastitas eran galletas marías.

A veces no faltaba algún importuno en la tertulia. Una tarde las muchachas Valdés llevaron a su papá, un labriego de nombre don Pacífico, originario y vecino de Arteaga. En esa ocasión doña Mati leyó rimas de Bécquer, y con acento desmayado dijo aquélla de: “Los suspiros son aire y van al aire. / Las lágrimas son agua y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor se olvida / ¿sabes tú a dónde va?

”. Después de considerar la cuestión arriesgó solemnemente don Pacífico: “Muy lejos, creo yo. Anca’l cabrón”.
Doña Mati vivía por la calle de La Fuente, entre Bravo y General Cepeda. Era viuda, según decía llena de pesadumbre. Tenía una hija a la que se refería como “esa pobre huérfana”. En una mesita esquinera de la sala tenía doña Mati el retrato de su difunto esposo, un señor de agradable rostro, frente despejada y bigotito fino.
-¡Era un caballero! —decía siempre al referirse a él.

Una vez mi madre me llevó al cine “Palacio”. Tendría yo unos 10 años. Daban una película que se llamaba, lo recuerdo bien, “Bailando en la oscuridad”. Apareció de pronto en la pantalla un rostro que creí reconocer. Le dije a mi mamá:

-¡Mira! ¡El esposo de doña Mati!

No era el esposo de doña Mati. Era el actor Adolphe Menjou. De él era la fotografía que mostraba doña Matilde diciendo que era su difunto marido.

Al salir del cine mi madre me dijo:

-Cuando vayamos a la casa de doña Mati no vayas a decir nada.

Y nada dije nunca. Ese día aprendí que a veces la caridad cristiana toma la forma del silencio.

Cronista de la ciudad

No hay comentarios: