lunes, 23 de febrero de 2009

Alvarado

Presente lo tengo Yo
 
Tengo a mucha honra pertenecer a la Academia Alvaradeña de la Lengua. El diploma donde consta mi ingreso a esa corporación está firmado por Salvador Novo, Camilo José Cela y Armando Jiménez, el autor de “Picardía Mexicana”.

Dicha agrupación la integran escritores que usan en sus textos el habla popular con toda su carga de genio, ingenio y palabras de esas a las que llaman “malas”, pero que son tan buenas como la otras, y en ocasiones aún más útiles. La Academia lleva el calificativo de “Alvaradeña” porque ya se sabe que en Alvarado, Veracruz, es donde esas palabras tienen mayor uso.

Se cuenta que al consulado mexicano de cierta ciudad de Europa llegó un tipo y dijo que le habían robado la cartera. Necesitaba dinero para volver a México.

-Pregúntele de dónde es —le pidió el cónsul a su secretaria.

-Dice es de Alvarado —averiguó ella—, pero no tiene tipo de veracruzano.

-Dígale que no hay dinero.

A poco volvió la muchacha.

-¿Qué dijo el hombre? —le preguntó el cónsul.
-Entre otras muchas palabras que no puedo repetir dijo que vaya usted a tiznar a su madre.
-Déle el dinero. Es de Alvarado.

En cierta ocasión asistí en Alvarado a un concurso de maldiciones. Los concursantes eran pericos cuyos dueños los entrenaban para decir el riquísimo catálogo de dicterios con que cuenta el idioma nacional. La ganadora fue una cotorrita que recitó, una tras otra, 32 maldiciones, desde “pendejo” —vocablo que pronunciaba “pindeho”— hasta la relativa a la mamá, con todas sus variaciones. Inteligente pájaro, no cabe duda. Si se pudiera cruzaría yo a esa periquita con un palomo mensajero. ¡Qué buenos recados mandaría a cierta gente que me sé!

En Alvarado la expresión “hijo de puta” se usa con toda naturalidad, y no tiene carácter ofensivo. Se dice allá “un hijo de puta” como decimos acá “un fulano”. Me cuenta un buen amigo que en la plaza de Alvarado un muchacho le pidió a un bolerito que le lustrara el calzado. Al terminar la operación el muchacho le dijo al chiquillo que el dinero se lo pagaría su mamá, una señora que estaba en la banca de al lado.

Fue el chamaco y le preguntó a la señora:
-Oiga: ¿usté es la mamá de ese hijo de puta?
La expresión “hideputa” es de rancia estirpe castellana. Recuerdo un par de versos en una comedia de Juan del Encina, versos de vituperio y maldición: “... ¡Hideputa avillanado, / grosero, lanudo, brusco!...”. Cervantes afirmaba que ese término era tan de uso común que no debía vedarse. Aun a veces, declaró por boca de Sancho, entraña admiración: “-¡Hideputa, y qué bien combate!”.

Ahora está de moda poner maldiciones en las notas periodísticas. Yo digo que esas palabras son como los desnudos en el cine: no se han de prohibir, pero sólo deben usarse si son necesarios. Aquel campesino se negó a venderle su mula al señor cura. Le explicó:
-Padrecito: no tiene usted el vocabulario que se necesita para hacerla andar.

La verdad es que no hay “malas palabras”. Toda palabra, por el sólo hecho de existir, es buena, y tiene su razón de ser. Una señorita soltera se quejó con el dueño de la farmacia: su dependiente había sido grosero con ella.
-No fui grosero —se defiende el muchacho—. La señorita me preguntó dónde debía ponerse el supositorio, y yo lo único que hice fue decírselo.

(OJO, redacción: Dice “Juan del Encina”, no “Juan de la Encina”. Gracias).

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