martes, 17 de febrero de 2009

Historia de un muerto

Presente lo tengo Yo
 
Este hombre vivía en una callada desesperación.

Entiendo que muchos hombres —y mujeres— viven en una callada desesperación. Sobre esto, sin embargo, no hay estadísticas confiables. Según algunas, el 90 por ciento de la gente vive en una callada desesperación. El dato me parece exagerado, pero en fin...

El caso es que este hombre vivía en una callada desesperación. Tenía un buen trabajo, una buena esposa y unos buenos hijos. Pero el corazón humano es cosa extraña, y el hombre andaba siempre inquieto y conturbado.

Un día desapareció. Simple y sencillamente desapareció. Esa mañana salió en su automóvil de la casa para ir a trabajar, pero no llegó a su trabajo, y a su casa ya no regresó. La familia dio aviso a la policía. Inútilmente se le buscó aquí y en las ciudades vecinas. Todas las pesquisas fueron infructuosas: el hombre se había esfumado en el vacío, como si la nada lo hubiese devorado.

Hago una pausa para reponerme de esa última frase: “Como si la nada lo hubiese devorado”. Es tan dramática que me causó un escalofrío. Pensé: ¿qué tal si la nada me devora alguna vez a mí? Oscuro pensamiento es ése; procuraré apartarlo de la mente... Ya me repongo. Continúo ahora.

Unas semanas después el automóvil del hombre fue localizado en la carretera que lleva de México a Acapulco. El vehículo había caído en un hondo barranco, y el cadáver del conductor estaba calcinado, pues el auto se incendió al caer. La identidad del automovilista fue conocida por un pequeño maletín metálico en el cual se halló una credencial con la fotografía y el nombre del accidentado. Era el hombre que había desaparecido. El cuerpo fue entregado a su familia, y ésta le dio en su ciudad cristiana sepultura.

Pasó un año. La esposa del difunto se había quitado ya el luto que vistió durante 12 meses, según era uso obligatorio para la madre, la viuda, las hijas, las hermanas, las tías, primas, sobrinas, abuelas, cuñadas y concuñadas de un fallecido. La vida recobró su ritmo acostumbrado. Pase lo que pase, la vida, tan rítmica ella, recobra siempre su ritmo acostumbrado. Y he aquí que un día apareció el muerto.

Apareció de pronto, igual que había desaparecido. Una noche la familia estaba cenando en la cocina mientras oía en el radio “El monje loco”, programa con relatos de ultratumba. En eso alguien llamó a la puerta. Fue a abrir la hija mayor. Lanzó un grito espeluznante —en estos casos los gritos tienen la obligación de ser espeluznantes—, y cayó al suelo privada de sentido. El que estaba en la puerta era su padre.

Cuando el hombre se enteró de que todos lo habían dado ya por muerto se sorprendió mucho. Lo que pasó, dijo, es que estaba muy aburrido, y decidió tomarse unas vacacioncitas. Sin avisar a nadie —ni en su casa ni en su trabajo le habrían dado permiso— se fue a Acapulco, lugar de mucha moda en aquel tiempo. Ahí le robaron su automóvil. El cuerpo que recibió cristiana sepultura no era el suyo: era el del ladrón. Se disculpaba, claro, si con su breve ausencia había ocasionado algún inconveniente a su familia, y pedía que le dieran de cenar, pues traía bastante hambre.

Desde entonces al hombre se le conoció con el mote de “El muerto”. Yo lo conocí; vendía casimires y corbatas. Cuando alguien le recordaba su historia sonreía como si le hubiera hecho a la vida una galana broma. El muerto se veía alegre y satisfecho.

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