miércoles, 18 de febrero de 2009

Dictadura democrática

De politica y cosas peores
 
Una chica de origen mexicano que vivía en Los Ángeles conoció a un muchacho en un bar, y le contó que en homenaje a México se había hecho tatuar en un muslo la frase “5 de mayo”, y en el otro, para recordar a su madrecita, la frase “10 de mayo”. Dice el galán: “Ya veo. ¿Podría visitarte entre las fiestas?”...
 
La odalisca no quería aceptar la proposición matrimonial que le hacía el sultán. “Anda —le dice éste para convencerla—. Donde comemos 50 pueden comer 51”...
 
Las dictaduras tienen tendencias homicidas. La democracia, en cambio, tiene tendencias suicidas. No sé si esa frase sea para la posteridad, o simplemente para la parte posterior, pero tiene a la Historia como prueba. Todos los dictadores que en el mundo han sido han fincado su predominio en el terror. La tortura y el asesinato han sido sus instrumentos favoritos. Sólo por esa violencia pueden pervivir. La democracia, en cambio, lleva en sí misma el germen de su propia destrucción. Mal empleada, la democracia puede llevar a la antidemocracia. Lo estamos viendo en México: los partidos políticos, principales beneficiarios de la transición democrática que alcanzamos con tanto sacrificio, atentan contra el ejercicio democrático, y lo vuelven una partidocracia perniciosa. En Venezuela el triunfo incuestionable alcanzado por Chávez en la consulta popular a la que convocó le permitirá perpetuarse indefinidamente en el poder. Y eso, que es antidemocrático, lo consiguió por un medio democrático, pues democrático es el procedimiento del plebiscito o referéndum.
 
Se llega así al absurdo de una dictadura democrática, o una democracia dictatorial, según se vea. Y cobra otra vez vigencia el cuentecillo según el cual una balsa llena de venezolanos llegó a playas cubanas. “Venimos huyendo de la dictadura” —dijeron a los asombrados cubanos que los recogieron—. Exclamó uno, estupefacto: “¡Pero si aquí vivimos también en una dictadura!”. “Sí —replicó uno de los venezolanos—. Pero ustedes ya van saliendo, y nosotros apenas estamos comenzando”...
 
Viene ahora el tremebundo cuento que anuncié ayer: “La línea del amor”. Las personas que no gusten de leer cuentos tremebundos deben saltarse en la lectura hasta donde dice: FIN...
 
Simpliciano, muchacho candoroso, iba a casarse. Ingenuo como un niño, cándido igual que una doncella, ignoraba todas las cosas de la vida. Su padre se preocupó bastante: pensó que su retoño no sabría qué hacer la noche de sus nupcias. Si el señor hubiese leído “Dafnis y Cloe”, bucólica novelita escrita por el griego Longo, se habría ahorrado la preocupación. Esa obra enseña que la naturaleza se las arregla siempre para salirse con la suya por encima de toda ineptitud humana. Lo que Salamanca no da, Natura presta. El padre de Simpliciano, sin confiar ni en la naturaleza ni en su hijo, dispuso un artificio tendiente a suplir la falta de conocimientos del muchacho. Se consiguió un par de walkie-talkies, aparatos portátiles de comunicación; le dio uno a Simpliciano y le dijo que lo encendiera al empezar el trance del connubio y lo pusiera abajo de la almohada, de modo que su novia no lo viera. A través del radio él le iría diciendo desde la habitación vecina lo que debía hacer. Comenzó, en efecto, la noche de las bodas. “Abraza a la muchacha, y bésala” —le dijo el señor a Simpliciano—. Gustosamente obedeció el muchacho. “Desvístela, y desvístete tú” —siguió instruyendo el genitor—. El desposado acató la orden, con mayor gusto aún. “Ahora —le dice el padre—, dale lo que tú y yo tenemos”. Obediente, Simpliciano le dio a su mujercita el walkie-talkie...
 
FIN.

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